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Breve historia de la Revolución francesa

of: Iñigo Bolinaga Iruasegui

Nowtilus - Tombooktu, 2014

ISBN: 9788499675534 , 256 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 7,99 EUR



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Breve historia de la Revolución francesa


 

2


Larga pendiente hacia el infierno


El legado de Luis XV


Supo que ya no era el delfín de Francia cuando escuchó los pasos firmes del grupo de cortesanos que avanzaba hacia sus dependencias al grito de «¡Viva el rey!». Definitivamente, a Luis XV le había derrotado la viruela. Era el 10 de mayo de 1774, y la joven pareja formada por Luis Augusto y María Antonieta se veía inesperadamente empujada a ceñir una corona para la que no estaban todavía preparados. El nuevo rey, que aún no tenía veinte años, hubiera preferido esperar todavía un tiempo como heredero, no solamente para profundizar en su preparación, sino también para hacerse mejor a la idea. Se sabía inmaduro para gobernar, lo que unido a una torpeza también conscientemente asumida para cuestiones burocráticas y cierta falta de destreza social, le iba a convertir en el paradigma de la debilidad de la institución monárquica de finales del xviii. Por lo demás, Luis XVI no era un mal tipo. Se esforzó por gobernar de la mejor manera posible, atendiendo a las necesidades del pueblo llano hasta los límites que su educación aristocrática y sus cortas miras le permitieron. Era tímido y muy influenciable, pero en todo momento intentó conducirse con probidad y moderación. Le gustaban las manualidades, algo inaudito en un hombre de su alcurnia, y no debía de dársele mal la cosa. Por el contrario, no sentía aprecio por la caza, actividad de reyes, ni por las fiestas, el juego, los bailes ni los eventos sociales en general. En realidad, el nuevo monarca no destacaba especialmente, ni por su forma de ser ni por su vulgar apariencia. Tiraba a fofo. Sus carnes trémulas se manifestaban en una papada tempranamente colgante, diariamente sostenida por la tremenda satisfacción que sentía al comer. Tan sólo la nariz, definida por cronistas e historiadores de lo más variopinto como borbónica –¿alguien puede explicar cómo es una nariz borbónica?–, le hacía parecer un auténtico rey.

Retrato de María Antonieta cuando aún era esposa del delfín, como resultado de un matrimonio destinado a conciliar a los enemigos tradicionales que habían sido los Borbones y los Habsburgo. Por esta y otras razones, María Antonieta fue recibida con cierta frialdad, recibiendo el apodo despectivo de la Austriaca.

María Antonieta, su esposa, atesoraba todo el carácter que al rey le faltaba. Desgraciadamente, tenía un pecado de origen: era una Habsburgo. La dinastía reinante en Viena había sido el enemigo tradicional de Francia desde que Enrique IV, el primer rey Borbón, puso los pies en el palacio del Louvre. Así que María Antonieta tuvo que cargar con el peso de la historia familiar en una corte que desde el primer momento se le mostró un tanto esquiva. Si bien en un primer momento fue bien aceptada por el pueblo, la nobleza no escatimó críticas hacia la Austriaca, aun todavía sin conocerla demasiado. Andando el tiempo, supo hacerse una pequeña camarilla de fieles que le sirvió como caparazón protector, pero que le procuró mayor número e intensidad de murmuraciones provenientes de sus enemigos, que terminaron por acusarla de promiscua, frívola, infiel, lesbiana e intrigante. La primera acusación tenía su base, habida cuenta del alarmante desinterés por el sexo que mostró el rey hasta que, siete años después de la boda, el problema se solventó al descubrirse que sufría de fimosis. María Antonieta no es que fuera promiscua, pero tenía sus necesidades. En cuanto a la segunda acusación, también contaba con un poso de verdad: le encantaba organizar fiestas, donde se vestía, se peinaba y se perfumaba a veces rocambolescamente y muchas otras de manera francamente sensual, en las que disfrutó de ciertos escarceos amorosos al margen de los brazos de su marido, lo cual justifica la tercera acusación pero no supone un hecho especialmente inhabitual entre los cortesanos del Versalles dieciochesco. En cuanto a la acusación de lesbianismo –entiéndase la palabra acusación desde la perspectiva de la alta sociedad de la época–, parece responder más bien a un interés por desacreditarla por parte de sus enemigos, a partir de su estrecha amistad con sus favoritas, la más famosa de las cuales fue la duquesa de Polignac. Finalmente, lo de intrigante se debió a la gran influencia que tuvo sobre el rey, y al hecho de que siempre mostró una clara preferencia por la alianza austriaca, lo que fue interpretado por muchos casi como una traición. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que María Antonieta difícilmente podía evitar sentir apego por Austria, dado que el emperador no era otro que su hermano. La extraña alianza matrimonial franco-austriaca de la que la reina había sido instrumento formaba parte del giro estratégico que el duque de Choiseul, secretario de Estado de Luis XV, había impuesto a Francia con el fin de crear un statu quo pacífico en el continente que les permitiera hacer frente a la amenaza de la expansión marítimo-comercial del Reino Unido en las colonias americanas.

Choiseul no formó parte del nuevo Gobierno. A pesar de que gozaba de la simpatía de María Antonieta, Luis XVI se limitó a levantar el destierro que desde los últimos tiempos del anterior rey colgaba sobre él. Nada más13. Desgraciadamente, no eran buenos tiempos para permitirse el lujo de prescindir de hombres aptos. El joven rey heredó un Reino sumido en el marasmo económico. La derrota en la guerra de los Siete Años (1756-1763) supuso el reconocimiento expreso de la superioridad británica en el Nuevo Continente, lo que generó una pérdida evidente de mercado colonial que repercutió muy negativamente en la producción y el comercio. Pero lo más grave para las arcas del Reino fue la asunción de la enorme deuda que acarreó la financiación de la guerra mediante cuantiosos empréstitos. Además, las últimas crisis de subsistencias provocadas por las malas cosechas incrementaron el déficit del Estado, que se vio imposibilitado para recaudar lo suficiente para hacer frente a los pagos. De este modo, cuando Luis XVI asumió el gobierno descubrió horrorizado que se había sentado en un trono hipotecado. La primera solución de urgencia fue el recurso a nuevos empréstitos, que a corto plazo lograron financiar el Estado pero a medio aumentaron la deuda hasta límites insoportables. ¿Qué más se podía hacer para evitar tan catastrófica situación? ¿Aumentar los impuestos? No. Luis XVI asumió que ya no se podía exprimir más al pueblo. Encargó la búsqueda de soluciones más imaginativas a Turgot, un afamado representante de la corriente fisiócrata, quien le confirmó en su intuición de que había que reformar el sistema fiscal, gravando también a las clases privilegiadas. Con la bendición del monarca, así como del poderosísimo ministro de Estado Maurepas y el jefe de los Asuntos Exteriores de Francia, Vergennes, el nuevo responsable de Finanzas se puso manos a la obra.

El poder de la harina


Anne Robert Jacques Turgot accedía al cargo de inspector general de Finanzas14, equiparable al actual Ministerio de Economía, precedido de su excelente fama como teórico de la política económica y buen gestor en su anterior cargo como intendente de Limoges. Había renunciado a una placentera carrera eclesiástica por los estudios de Leyes y una brillante trayectoria al servicio de la administración, ganándose la amistad de personalidades muy influyentes, y ahora, ya en el cargo, debía demostrar que sus teorizaciones podían llevarse a la práctica y que sus promesas de regeneración no eran papel mojado. Turgot se lanzó inmediatamente a diseñar un proyecto reformista de calado cuyo punto fuerte iba a ser, precisamente, un mayor gravamen fiscal sobre los estamentos privilegiados.

Sin embargo, las primeras medidas de Turgot no parecían anunciar la gran reforma que tenía en mente. Comenzó de manera tímida, sopesando sus posibilidades en medio de aquella corte versallesca dispuesta a saltar sobre quien osara alterar en lo más mínimo su confortable modo de vida, pero pronto empezaron los problemas: la primera medida incidió en una política de austeridad que debía aplicarse tanto al gasto del gobierno como al de los propios cortesanos que rodeaban al rey. La aristocracia protestó, y Turgot se ganó rápidamente su inquina, empezando por la reina María Antonieta, que ya sabía lo que era discutir con él a raíz de los miles de reparos que puso a la ceremonia de coronación, argumentando que era demasiado costosa.

Fiel a sus postulados fisiocráticos, en septiembre de 1774 Turgot presentó un edicto decretando la libertad de comercio de cereales. Los productores dejaban de estar obligados a vender su género en el mercado asignado –generalmente el más cercano– y a un precio controlado por la Agencia de Trigos, que mediante esta misma disposición quedaba abolida. Sin embargo, las malas cosechas de aquel año provocaron una nueva etapa de escasez, lo que suscitó un incremento de los precios del grano y, consecuentemente, del pan, alimento básico de los franceses de aquel tiempo. La hambruna no tardó en llegar a algunas regiones del país, multiplicándose tan rápidamente como iba desapareciendo la producción de las zonas menos afectadas por las malas cosechas, ya que la liberalización decretada por Turgot...