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Viajes de un desmemoriado

of: Benito Pérez Galdós

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788415415381 , 236 Pages

Format: ePUB

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Price: 3,49 EUR



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Viajes de un desmemoriado


 

PRÓLOGO

Contexto para las crónicas del Galdós viajero

Germán Gullón

Los escritores ingleses que viajaron por la península en los siglos XVIII y XIX fueron los primeros en describir con detalle sobre las gentes, los lugares y los paisajes españoles que visitaban. Unos dejaron constancia de los aspectos pintorescos del paisanaje y otros de nuestras joyas arquitectónicas. El londinense Richard Ford (1796-1858), uno de los más conocidos autores, fue un declarado admirador del museo del Prado y, en concreto, de la pintura de Diego de Velázquez (1599-1660). Tan abundantes fueron estos libros, sobre todo en el siglo del vapor, que bien puede decirse que se trata de un subgénero literario, cuyos contenidos complementan los retratos hechos por los escritos costumbristas del entorno nacional. Los cuadros de costumbres resultan textos muy escuetos, poblados por tipos, casi caricaturas de hombres dibujados con tiralíneas, que el testimonio personal y las descripciones de los narradores de viajes complementarán con la riqueza de sensaciones destiladas de la observación de verdaderas personas, de paisajes y pueblos vistos con sensibilidad. O, afinando la idea un poco más. Las páginas de los viajeros extranjeros enseñarán a los escritores realistas a añadir contenido emocional, que escaseaba en los escuetos retratos costumbristas, y a darles vida.

La narrativa posromántica, la pintura realista y la naciente fotografía, se afanaban entonces por reproducir la imagen real de los lugares, pues el espíritu positivista de la época así lo pedía. Las obras pertenecientes a este subgénero de la literatura de viajes, como constatará quien lea las páginas siguientes, manifiesta que el interés por representar a la manera romántica, las sensaciones del viajero y las ideas sobre lo visto se mezclan con el gusto de expresar las percepciones individuales, que dotarán a la prosa de un cierto carácter impresionista. Parece como si el viaje, que cada vez se hará en medios de locomoción más veloces, exigiera una innovadora forma de expresar el paso de las imágenes, del paisaje visto a través de una ventanilla, del tren o del automóvil.

Tras el dibujo en esbozo de los habitantes y los lugares patrios hecho por los costumbristas, fueron los escritores realistas los primeros en dejar testimonio verdadero de la vida urbana, pues se implicaron en la tarea de presentar los espacios ciudadanos desde una perspectiva personal, que incluía la interpretación propia de esos lugares. Leopoldo Alas Clarín inmortalizó la clerical Oviedo bajo el nombre de Vetusta (La Regenta, 1885); Emilia Pardo Bazán bautizó como Marineda a su Coruña natal (La tribuna, 1883); José María de Pereda dejó un inmortal retrato de Santander (Sotileza, 1884). Ya en nuestro siglo, los nombres de Carmen Laforet, Mercè Rodoreda, Eduardo Mendoza, Carlos Ruiz Zafón, e Ildefonso Falcones, entre otros muchos, han puesto a Barcelona en el mapa mundial con Nada (1945), La plaza del diamante (1962), La ciudad de los prodigios (1986), La sombra del viento (2002), y La catedral del mar (2006), respectivamente. La colmena (1951) de Camilo José Cela, y Tiempo de silencio (1962), de Martín Santos, tienen a Madrid por escenario, en una época cuando la capital podía tomarse como el ejemplo de la ramplonería nacional de la posguerra. Asimismo, Dionisio Ridruejo (1912-1975) redactó una excelente y poética Guía de Castilla la Vieja (1973). Desde el 1800 al presente, numerosos escritores han publicado crónicas de sus periplos por el extranjero. Enumero solo a unos pocos: Vicente Blasco Ibáñez, Benito Pérez Galdós, Concha Espina, hasta llegar en el inmediato presente a Juan Benet (1927-1993), autor de un estupendo libro sobre la capital inglesa, Londres victoriano (1989).

Benito Pérez Galdós (Las Palmas, 1843-Madrid, 1920) firmó una serie de textos de viaje, recogidos en este volumen, que merecen ser leídos, como dije, para complementar sus novelas, y también para entender los gustos y observaciones personales de este hombre, tan enigmático y reservado. Sabemos menos de lo que desearíamos de su vida, lo que deja al lector curioso insatisfecho, aunque sus viajes por fortuna están bien documentados. La biografía del canario describe al autor como un hombre tímido, grandullón, desaliñado, que fumaba sin cesar, hablaba bajo y, en cualquier tertulia o acto público, prefería permanecer callado. Solo la correspondencia que mantuvo con Leopoldo Alas Clarín, con José María de Pereda, Emilia Pardo Bazán, y otros escritores, permite conocer algunos detalles iluminadores. Sabemos que era un hombre retraído, pero, a la vez, uno sumamente amable y cordial, según dicen cuantos le conocieron. Gustaba de charlar en círculos íntimos y de pasear con los amigos. Por ejemplo, cuando Pereda le visita en Madrid sale con él y con Armando Palacio Valdés a tomarse un «lúpulo», como solía llamar el genio a la cerveza.

Hay que recordar que siempre vivió rodeado de su familia, tanto en Las Palmas como en Madrid, excepto entre los años 1862 y 1869. Cuando llegó a la capital, en setiembre de 1862, para estudiar Derecho, vivió en habitaciones de alquiler; unas veces con amigos de su tierra, como Fernando León y Castillo (1842-1918), que luego fuera embajador en París y ministro de Ultramar, en la calle de las Fuentes, 3, y después en varios otros domicilios (calles de la Salud y del Olivo) con diversos conocidos. Fueron años de poco estudio formal, pero de mucha observación de la sociedad presente y de asistencia a diversas tertulias, donde tomaba el pulso al ambiente político, así como de ávidas lecturas en el Ateneo antiguo, sito en la calle de la Montera. El aprendizaje en el arte de la seducción femenina ocupaba también bastante de su tiempo. Seguía entonces la recomendación del poeta latino Horacio. Es preferible dejar en paz a las casadas o mujeres que te pueden comprometer, y relacionarse con las mujeres fáciles. Sin embargo, esta libertad le duró menos de lo deseado, porque sus hermanas Carmen y Concha, acompañadas por su madrina Magdalena Hurtado de Mendoza, pusieron casa en la capital, y con ellas vivirá el resto de la vida. Por eso, el tupido silencio que cubre sus numerosas relaciones amorosas se entiende mejor.

Conviene saber que Benito Pérez Galdós tenía una verdadera obsesión con la propiedad en la conducta. Le parecía de mal gusto hablar abiertamente de asuntos amorosos. Conservamos una carta de abril del 1885, donde Galdós le da a Leopoldo Alas su opinión sobre La Regenta. Le viene a decir que en numerosas escenas la lascivia aparece reflejada con excesiva crudeza, y critica incluso el subido de tono con que Alas trata el adulterio de Ana Ozores. En el mismo texto aquí recogido, en Cuarenta leguas por Cantabria, verán que censura el que un sacristán, guía de la colegiata de Santillana del Mar, enseñe a los visitantes ciertas esculturas un tanto procaces.

Los dos viajes de París, en los veranos de 1867 y de 1868, acompañando a su hermano Domingo y familia, fueron cruciales para que el joven hombre entendiera la importancia de las capitales, y lo que ellas ofrecen al ciudadano.[1] Allí aprendió de la grandeza de una gran ciudad europea. La capital francesa a esas alturas históricas era una ciudad puramente burguesa, donde los comerciantes no tenían ya nada de revolucionarios, ni querían saber de movidas políticas. Allí conoció el triunfo de la industria y de la ciencia, la policromía, la riqueza de los colores, la moderna arquitectura, que permitía construir espacios abiertos. Casi podemos decir que Galdós conoció de primera mano cómo la ciudad francesa se ganaba el sobrenombre de ciudad de la luz. Las complicadas obras del alcalde barón Georges-Eugène Haussmann (1809-1891) reconfiguraron las calles de París, permitiendo el trazado de amplias avenidas, que lograron que la luz del cielo las bañara de luz. Tan diferente al centro de Madrid, a la España conventual y religiosa, vuelta sobre sí misma, rebosante de callejones y calles estrechas y oscuras, donde los espacios estaban pensados para llevar dentro el secreto, la nuez de la verdad; París le enseña que la democracia, la luz, la arquitectura moderna debían reflejar la vida ciudadana moderna, de la convivencia, de la igualdad. Años después la construcción de la torre Eiffel (1889) le mostrará cómo se pueden unir los obreros y los constructores para hacer que todo se construya como se debe en los tiempos modernos, donde tan importante es el arquitecto como quienes aportan el trabajo manual al proyecto. La ciudad de París, las exposiciones universales que allí se celebraron y a las que Galdós acudió fueron una lección inolvidable para entender los parámetros de la vida moderna, que él llevaría grabados en la retina y en su mente.

Al volver a Madrid, donde todavía quedaban tantas iglesias y conventos, la urbe parisina le quedó impresa como un ejemplo, urbano y social. Madrid como Barcelona se irían adaptando al modelo francés, aunque a su modo y medida, gracias a los proyectos de ensanche de ambas ciudades, cuando los conventos...