Search and Find

Book Title

Author/Publisher

Table of Contents

Show eBooks for my device only:

 

Un invierno en Kandahar - Afganistán antes de los talibanes

of: Ana Briongos

Ecos Travel Books, 2014

ISBN: 9788415563716 , 220 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Price: 9,99 EUR



More of the content

Un invierno en Kandahar - Afganistán antes de los talibanes


 

Los pretendientes




M i vida transcurría plácidamente, sin estridencias en el vestir ni en el actuar. Ninguna obligación me reclamaba, no había prisa, ni negocio, ni familia, ni futuro, ni pasado, ni teléfono, ni aviones, ni trenes, ni estudios, ni exámenes. Estaba allí porque así lo había decidido, porque aquella ciudad me había cautivado, porque en ella me había hecho un lugar propio en el que me sentía segura, cómoda y feliz. Lo que no encontré en Kandahar fue amor y sexo. A veces, cuando subía a la azotea del Hotel Pamir a peinarme y a secarme el pelo bajo el sol reconfortante del invierno, después de un baño a base de jofaina y balde, y veía hacia el sur aquel cúmulo de gibas de adobe de color de polvo limpio, rodeadas de árboles verdes y brillantes hasta el infinito, y oía el cacareo de las gallinas, las risas de los niños, y las voces de mujer en los patios interiores de las casas, me invadía el anhelo de tener a alguien a quien abrazarme y con quien compartir, ensimismada, aquel paraíso. Si hubiera encontrado el amor aquel invierno en Kandahar todo hubiera sido diferente y recordaría instantes en que mis sentidos se habrían unido a los del ser amado; momentos a dos y solo a dos, pues cuando alguien se enamora no necesita involucrarse tanto con lo que le rodea como cuando está solo, sino que lo de fuera se convierte en escenario, en envoltorio, envoltorio exótico en este caso para un mundo a dos, un mundo cerrado de doble exploración interior.

Propuestas sí que tuve en Kandahar, pues a nadie le resultaba fácil encontrar compañero o compañera de viaje en el país de origen para una ruta tan larga en distancia y en tiempo. Por esa razón muchos viajeros se lanzaban al camino solos, y de las afinidades en ruta surgían amistades y amores. Había más hombres que mujeres viajeras, y mujeres solas había pocas, por lo cual aparecían pretendientes con frecuencia. Es natural que uno prefiera viajar acompañado porque entonces todo es más fácil, se hace posible comentar las impresiones in situ con alguien que tiene la misma cultura que tú porque procede del mismo mundo, y no tiene uno que guardarlas para mejor ocasión, o acaso perderlas para siempre, pues cualquier pensamiento, toda impresión, es del momento, y se esfuma con la circunstancia que la provocó.

En esa ruta hacia Oriente una encontraba continuamente a otros viajeros que hacían el mismo camino, y podía unirse a ellos para buscar alojamiento al llegar a una ciudad desconocida, o embajada para obtener visado, o autobús para seguir adelante. Entre los viajeros se intercambiaban noticias de última hora sobre burocracias, transportes, fronteras, pensiones, costumbres, etcétera. Recibí una propuesta de uno de mis compañeros de habitación, un irlandés pelirrojo, de piel blanquísima y aspecto de duende listillo y socarrón. Vestía al estilo afgano, como casi todos los extranjeros que vivían largo tiempo en Kandahar. Sonreía casi siempre y era buena persona. La propuesta era seguir el viaje hacia la India pasando por Pakistán y luego llegar hasta Tailandia. Disponía, me dijo, de algo de dinero para viajar durante meses, gastando poco, y ponía este dinero a disposición de los dos si me unía a la empresa que me proponía. No acepté. El irlandés era buen compañero de habitación y reunía todas las condiciones para ser un excelente compañero de viaje, pero le faltaba el sex-appeal y no me atraía en absoluto. Además, lo encontraba un poco simple de pensamiento, aunque bien mirado, mis conocimientos de inglés no eran todavía los suficientes para mantener conversaciones de mayor enjundia.

Ese tipo de propuestas siempre me sorprendían y me divertían, porque al no haber habido escarceos ni arrumacos previos resultaban tan frías que me parecía imposible que algún día pudieran llegar a tentarme. Todos los que me propusieron seguir camino juntos tenían sus finanzas resueltas y era eso lo que ponían sobre la mesa. Como la aceptación de estos términos implicaba que para compartir el dinero había que compartir la cama, no hubo trato en ninguno de los casos. Sin mediar carantoña alguna, ni siquiera cruces de miradas que supusieran alguna atracción, me enternecía el valor que echaban aquellos rubicundos mozos de la Europa del Norte al probar suerte en empresa tan incierta; aunque creo que ellos no podían comprender cómo era posible que una chica prefiriera seguir sola en un país bárbaro y desconocido a gozar de la protección de un compañero varón de economía saneada.

Se podría pensar que, como mínimo, había una concordancia de intereses entre los jóvenes viajeros de aquellos días, pero no estaba tan claro. Cierto que todos viajábamos siguiendo los mismos caminos y en el mismo sentido, hacia Oriente, pero en la meta de nuestro camino no se encontraba Santiago. Al final nadie sabía qué buscaba, ni qué quería encontrar, y muchos no buscaban nada, simplemente deambulaban, el movimiento por el movimiento, de autobús en autobús, de pensión en pensión, de porro en porro. Los países por los que pasaban les interesaban poco y sus gentes, menos. Al aceptar un trato como el que me proponían mis pretendientes hubiera perdido lo que más me interesaba de mi aventura: las tardes en casa del juez, las salidas secretas con Shirin y su amistad, las conversaciones con los comerciantes del bazar, las veladas nocturnas con los viajeros y los residentes del hotel. Había elegido quedarme en Kandahar y no iba a marcharme hasta que el amor o el clima me impulsaran a hacerlo. En definitiva, si no había amor, no había trato.

La estética de los pretendientes tampoco me gustaba. Es decir, no me atraían los europeos vestidos al estilo afgano. No había parangón con aquellos hombres altos, serios, fuertes, de barba cerrada y ojos punzantes, los hombres afganos, a los que los trajes drapeados y los turbantes apaisados de color pastel daban una imagen digna y altiva.

Solo una vez sentí ese runrún especial que se parece a la llamada de la selva. Una noche de fiesta con tortilla de patatas y chilom humeante llegaron a Kandahar dos norteamericanos recios a bordo de una furgoneta Volkswagen bien cuidada y reluciente a pesar de aquellos caminos. Corrió la voz por el hotel y Alí, el manager, se apresuró a traernos la noticia con todo detalle, pues era él quien casi siempre tomaba el primer contacto con los recién llegados. Alí hacía cuatro preguntas, y con las respuestas que le daban ya sabía de qué tipo de viajero se trataba y si eran personas adecuadas para entrar en el club de los habituales y participar en la tertulia que organizábamos en nuestra habitación. En fin, era Alí quien decidía si eran dignos de compartir la tortilla de patatas y, sobre todo, de apreciar la calidad extraordinaria de su chars después de haber sido prensado —cosa absolutamente fundamental para la calidad final— por el insuperable gigante prensador de hachís del hotel. En aquella ocasión los dos americanos le parecieron de lo más recomendable. Eran fuertes, sanos, altos y bien parecidos. Tenían aspecto de chicarrones de las praderas del MidWest. Vestían pantalón vaquero ajustado, camisa blanca de puro algodón americano, botas camperas y chaqueta de ante. Igual hubieran podido estar explorando el río Níger o ascendiendo al Machu Picchu, pero en Kandahar nadie viajaba con aquella pinta. Vaya, Bruce Chatwin debía viajar de aquella guisa, pero él se movía por otros hoteles y por otros senderos. Nuestros americanos llegaron al hotel Pamír dispuestos a darnos una lección de música, pues venían cargados de discos y además eran unos empedernidos fumadores de chars. Eran cultos, habían dejado Stanford para viajar, y llevaban casi un año por aquellos orientes que para ellos eran occidentes porque venían del otro lado. Contaban que se habían comprado unas tierras en la isla de Maui, cerca de Hawai y que a su regreso pensaban construirse sendas casas donde se retirarían a vivir de acuerdo con sus ideas, que eran un poco las nuestras. Ante tamaña seguridad y poderío todos los demás éramos puros aprendices de una nueva vida en la que nos estábamos situando. Pero los chicos eran simpáticos, buenos conversadores, bien educados, y encajaron estupendamente en el círculo que habíamos formado.

El primer y único día en que el juez nos invitó a todos a cenar estaban los dos americanos. Como yo me entretenía en la cocina con las mujeres, los otros se despidieron de nuestro anfitrión y regresaron al hotel. Me esperó uno de los americanos mientras apuraba la conversación con el juez, que estaba encantado de haber podido disfrutar en mitad de la nada -como él llamaba a Kandahar- de una velada como aquella. Cuando salimos la noche era negra y fría. Hombres agazapados y cubiertos con telas parecían fardos a lo largo de las paredes. Las sombras largas de dos árboles parecían esconder otras sombras y cualquier movimiento en ese decorado inmóvil provocaba sobresalto. Me cogió de la mano y con paso seguro me llevó despacio hasta el hotel. Fueron cien metros gloriosos, cien metros de noche sin miedo. El aire olía a desierto y podía mirar a las sombras de frente. Al día siguíente me preguntó si quería seguir viaje con ellos y no acepté porque iban hacia occidente, de donde yo había venido y adonde todavía no quería regresar. Si hubieran viajado en el otro sentido probablemente habría aceptado, porque el muchacho me gustaba y el contacto con su mano la noche anterior me había hecho sentir un escalofrío por todo el cuerpo. Tuve suerte. Al regresar a Barcelona unos meses más tarde encontré una carta suya escrita desde la cárcel de Corfú en la que me pedía que le mandara las piezas...