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Una mirada al cielo - La conexión de algunos humanos con Dios es posible

of: Jose Israel Rivera Varela

Editorial Bubok Publishing, 2014

ISBN: 9788468631370 , 398 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 4,99 EUR



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Una mirada al cielo - La conexión de algunos humanos con Dios es posible


 

UN PRESAGIO DIVINO


Esa mañana había llovido torrencialmente sobre Coronado. Cerca del mediodía, los truenos, los relámpagos y las nubes negras que amenazaban con quedarse indefinidamente se marcharon más allá de las montañas, rumbo al sur. A las doce se celebraría el bautizo de Johnny, en la mitad de la plaza principal, frente a la iglesia. Así lo había pedido su abuelo Frank, quien mandaba en el pueblo.

Coronado. Un pueblo pequeño de clima cálido, tranquilo, con muchos verdes, que nació, creció y se estancó en los primeros veinte de sus ciento cincuenta años de existencia. Y no porque no hubiera más gente para vivir allí, sino porque las casitas construidas en cinco filas y en no más de veinte cuadras contando el parque, la alcaldía municipal, la estación de policía y la iglesita habían rebosado las posibilidades de construir más sobre la meseta de la montaña de una serie de montañas que lo enmarcaban.

John Rodríguez Coleman, como le pusieron por nombre su madre y su abuelo sobre la pila bautismal, no era un niño común. Ese día, mientras el cura le aplicaba la señal de la cruz, el acólito, accidentalmente, lo bañó por completo, echándole una jarrada de agua bendita que empapó sus ropitas blancas y nuevas.

–¡Es un presagio divino! –exclamó su madre, estirando sus largos brazos para evitar el castigo del cura al muchacho auxiliar, un gordito que inauguraba su oficio en la iglesita.

«¿Qué puede tener eso de divino para un ciego?», debió de murmurar al instante alguno de los invitados.

Johnny había nacido con unos ojos azules, grandes y hermosos, muy abiertos, pero ciego. Margareth lo supo desde el primer momento en que quiso inyectar en ese ser su amor de madre con la primera mirada, como lo hacen todas al parir a su hijo.

Margareth, vieja ya (había tenido a Johnny casi a los cincuenta años, razón por la cual siempre se culpó de que Johnny fuera un niño especial), jamás entendió la explicación médica que le dio la partera. Solo supo que «las cegueras de nacimiento no tienen cura» como le dijeron todos los habitantes de Coronado, que fueron a visitar a la familia por aquellos días.

Johnny, de contextura física corriente para un niño de su edad, de aspecto europeo por los genes que heredó de su abuelo, no era mental, espiritual ni intelectualmente normal. El hecho de su ceguera, su ligero síndrome de autista y su capacidad para prever algunos sucesos antes de tiempo, en especial en el transcurrir de su vida, como si él la supiera de antemano, hizo que Johnny dejara para los que no lo conocieron una historia que contar.

Vivió la primera parte de su vida en la casa de su abuelo y su madre. Esta era la más grande del pueblo: abarcaba un tercio de la cuadra frente al parque y siempre fue de color verde oliva. Tenía marcos grandes y tallados en las puertas, y ventanas que le daban un aire de importancia. En el interior había un par de árboles gigantes, jardines y un manantial del que brotaba agua tan pura, que el abuelo siempre se negó a recibir agua del acueducto.

Johnny pasaba muchas horas ensimismado, escuchando el ruido del agua al brotar de la pila de piedras, donde ponía sus pies descalzos y se arrullaba meciendo su tronco hacia adelante y hacia atrás. El resto del tiempo y sólo cuando lo decidía, estudiaba con su madre, que hizo de profesora hasta que el niño aprendió a escribir; y en especial, a comprender las cada vez más exigentes lecturas sobre temas profundos, como Dios y la ciencia. De parte de ese entrenamiento se encargó el abuelo Frank.

–¡Mucho gusto, soy John Rodríguez! –se apresuraba a presentarse Johnny cuando llegaba alguien a la casa. Seguidamente, enviaría al archivo inmenso de su memoria la voz, los olores, la energía, el nombre y luego de algún corto interrogatorio, su percepción sobre esa persona. Después desaparecía silencioso en algún rincón de la casa. Era impresionante ver de vez en cuando a Johnny extrovertido, sociable y alegre, pues su estado natural era todo lo contrario.

Johnny creció entre el colegio, su cuarto hermético atiborrado de libros y María, su compañera de clase, su única amiga y confidente.

De vez en cuando, pintaba rostros que se imaginaba con una precisión tan impresionante que parecían fotografías. ¿Cómo lo hacía Johnny, que nunca había visto la cara de una persona para hacer algo así? Según él eran personas reales que en el futuro conocería. Usaba para eso un cuaderno muy grande de hojas blancas que le había traído su abuelo de la capital y una caja de muchos colores que él mismo había organizado y mantenía en orden: el blanco, los amarillos, pasando por los azules y los verdes hasta el negro. Para reconocerlos, cada uno disponía de una ranura diferente, que él mismo había adecuado.

Johnny no solo dibujaba rostros de personas. También pintaba cosas que el abuelo, su madre o María le describían o que le pedían que se imaginara. Un día, sucedió algo tan increíble que el abuelo Frank no se atrevió a contárselo a su madre para no impresionarla más de lo que ya estaba con el niño. Después de varios intentos, Johnny pintó la fachada de la catedral de Notre-Dame de París con tanta similitud a la vieja foto de uno de los libros que el abuelo le leía, que parecía que la hubiera estado viendo para copiarla. Y algo que nunca nadie supo: Johnny, unos meses después y un poco antes de ir a la montaña sagrada, la volvió a pintar con total exactitud. La única técnica que usaba, y que tampoco era aceptable como medio, era imponer sus manos sobre la foto, el dibujo, la cosa o el rostro de quien iba a pintar, como si acaso pudiera ver con su tacto. Su madre también guardó un secreto al respecto; el dibujo del rostro de la mujer que un día se casaría con Johnny. Ella lo tomó como un asunto más de los que se le ocurrían al chico como evento futuro para su vida. Cosas imposibles de suceder. Imposible no solo porque le sucedieran donde él nunca podría estar, sino porque coincidieran con los detalles y nombres que Johnny mismo escribía en sus propósitos.

–¡No intenten entenderme! –gritó histérico un día para que lo escucharan todos los asistentes a su cumpleaños. Murmuraban en voz baja al otro extremo del salón en su casa y hacían conjeturas y supuestos sobre la forma como él oía y veía a su estilo sin apartarse de la realidad. Era la primera vez en sus quince años que celebraban su cumpleaños con invitados.

–No pertenezco aquí –les dijo, bajando el tono, mientras les sonreía para disminuir el impacto de su grito. Y continuó–: Pertenezco al sitio donde está mi corazón y podré seguir viendo con los ojos de mi alma, hasta que mi corazón y mi mente se junten. Ese día, veré con estos ojos. Conozco los rostros de cada uno de ustedes y sin temor a equivocarme, sé lo que piensan y lo que son. Sin embargo, yo tampoco tengo una explicación a mi visión sin vista y a mi memoria de cosas que no han llegado aún. Lo siento –les dijo y se sentó exhausto en la silla de su madre para mecerse mientras que por su mirada incierta e ida, parecía que se hubiera metido de nuevo en su mundo. Ahí permaneció hasta que se acabó la reunión y todos se fueron. Algunos niños se despidieron de él con alguna palabra sin importarles que Johnny no les contestara.

–Cuando mi corazón y mi mente se junten en amor voy a ver –le dijo a su madre un día en que ella lo contemplaba con profunda tristeza mientras que él, ensimismado, no despegaba por horas su mirada ciega de la fuentecita de agua que corría en el patio.

–Eso sería como un milagro –le respondió ella mientras lo abrazaba.

–Esa es la segunda condición de Dios –murmuró Johnny para sí.

Ella no se atrevió a preguntar. No entendía la conversación. Él sonrió.

–Te prometo que antes de que mueras voy a volver hecho todo un médico –le dijo mientras lo acompañaba a su cuarto para dormir. Ella se quedó paralizada en la puerta sin preguntar nada y con un impulso que sacó de un suspiro, salió y cerró tras de sí la pesada puerta de madera.

En esa etapa de su vida, Johnny fue transformán-dose en un muchacho menos introvertido y siempre muy inteligente, amoroso y receptivo. De vez en cuando, intervenía en una conversación o hacía afirmaciones inesperadas, casi siempre relacionadas con el amor y la comunicación con Dios y los humanos. Y muchas veces, para opinar sobre decisiones que su madre le consultaba, cada vez más habitualmente.

Margareth y María se habían puesto de acuerdo para hacer reuniones con Johnny en las que él exponía sus conocimientos y puntos de vista con gran simpleza pero para ellas, con cierto grado de dificultad para aceptarle o entenderle. Y cada vez más personas venían a las seis de la tarde de esos días para oírlo hablar.

–El secreto de la relación de los humanos con Dios está en nuestro corazón, más allá de la razón –casi le ordenó intempestivamente a su madre un día sin que hubiera una pregunta, después de más de una hora de silencio, mientras los dos terminaban los oficios de la cocina.

–¿Cómo es eso? –le preguntó ella, más para seguirle en su intención de hablar que tratando de entenderle.

–Madre, esto es muy importante, si lo entendieras, sabrías que el amor es el secreto que nos permitirá juntarnos con Dios. –Johnny parecía seguir adivinándole los pensamientos a su madre–. Ustedes, las madres, son los pocos seres que sienten por el amor a sus hijos como la más santa expresión, que el medio de conexión con Dios es...