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Imaginatio

of: Marco Mazón Gomariz

Editorial Bubok Publishing, 2017

ISBN: 9788468511566 , 200 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 1,49 EUR



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Imaginatio


 

 

 

 

 

Capítulo 2

El puente

 

 

–Mamá, papá, no voy a ir más al instituto. Me lo dejo –les dijo ese mismo día por la noche.

–¡¿Qué?! –respondieron boquiabiertos al unísono, completamente descolocados.

–Pues eso, que me voy a quedar en casa leyendo y haciendo dibujos, o dando paseos. Me va a enseñar mucho más que estar sentada, inmóvil, o rompiéndome la espalda llevando a clase kilos de libros cargados de toneladas de mentiras. Además, no aguanto a los profesores, nos hablan como si estuvieran por encima de nosotros. Dan pena, son unos pringados en su mayoría, y se creen que saben algo, cuando no saben una mierda. Y no os preocupéis por el dinero, ya tengo pensado qué hacer.

–¡De eso nada! –contestaron, visiblemente enfadados. ¿Cómo vas a hacer eso? ¿Quieres ser una fracasada?

–Fracasada sería si me tiro la vida haciendo algo que odio. Decís que me queréis, pero no queréis que sea feliz. ¿Es eso a lo que llamáis amor?

Estas últimas palabras desembocaron en una auténtica guerra dialéctica.

–Tendría que haberme quedado en esa nave, debí haberme largado lejos de aquí, las pocas personas que me quieren, no me quieren feliz y libre, me quieren enjaulada en esas colmenas de ignorancia –pensaba casi en voz alta, para a continuación mirarles y decir–: Nunca tengo tiempo para aprender. Me paso la mayor parte de la jornada allí metida y, si quiero dibujar o leer lo que yo considere oportuno, no me dejan. Tengo que hacer lo que ellos me dicen. No los conozco de nada y se atreven a darme órdenes. Ya basta. No puedo con eso. Lo siento.

La discusión fue in crescendo, hasta que Betria, de lágrima fácil pero sincera, se sintió una extranjera en su propia tierra. Ellos eran las únicas personas en quienes confiaba y, sin embargo, se sentía sola en eso. No la apoyaban, no la comprendían. Generalmente, la opinión mayoritaria suele ser la de más peso, pero ella sabía que eso era una patraña. La opinión de la mayoría suele ser la peor de todas, ya que la masa no sabe pensar, están adormilados desde la infancia. No iba a permitir que hicieran lo mismo con ella y, desde que estuvo en esa nave, sentía que el mundo no era tan pequeño, que quizá había mucho más allá de donde decían que acaba todo. ¿Cómo iba a aguantar, sentada en un pupitre, escuchando insoportables lecciones sobre álgebra y lengua, cuando sabía que no eran más que pamplinas al lado de las maravillas que le aguardaban?

–Y si no vas al instituto, ¿qué harás? –le dijo su madre algo más calmada, sabedora de que sería imposible hacerla ceder.

Su padre repitió la misma pregunta.

–Aprender por mi cuenta. ¿Os parece poco? ¿Por qué os da tanto miedo que sea autodidacta? ¿Confiáis más en profesores que no habéis visto en vuestra vida que en mi propia capacidad? –dijo, sintiendo que había ganado su primera batalla contra el mundo, pero por otra parte profundamente decepcionada.

Se premia al obediente y se castiga al rebelde. La sinrazón y la estupidez se habían apoderado de la humanidad. Estaba acostumbrada a la frustración, al hastío, al gusto amargo de la incomprensión, y, la verdad, no esperaba que su familia la comprendiera de principio a fin, pero creyó que, por lo menos, harían el amago.

Habían cedido a sus pretensiones, o lo estaban haciendo, pero hubiera preferido un ápice de comprensión por parte de ellos, y no que hubieran accedido a ello por la testarudez que caracterizaba a su hija.

La vivencia con una aeronave procedente de otro mundo le abrió los ojos. El cosmos no era lo que decían, y ella había presenciado, con sus propias pupilas y sus propias heridas, que lo aprendido hasta ahora era una farsa. Ni el ser humano era la especie elegida, ni era la única. No iba a tirar por la borda su juventud copiando apuntes y estudiando para un sistema diseñado por y para mediocres. Se negaba a ser partícipe del triunfo de la mediocridad, y, ya que había nacido con ansias de aprender, iba a aprender, sí, pero de verdad, no conocimientos edulcorados.

Sus padres no simpatizaron con ella en ese asunto, pero eran nobles, y jamás se les ocurriría compararla con su hermano. Su hija era una díscola, sí, pero era su hija. Aunque no dejaba de desagradarles la idea.

–¿Y qué vas a ser de mayor si no estudias? Nunca llegarás a nada –dijo su padre, dejando ir las palabras.

–¿Y qué voy a ser si estudio cuando me da asco estudiar? –respondió ofendida.

Ya habían asimilado que no iba a volver por el instituto, pero que cuestionaran su futuro, eso le dolía en la médula del alma, solo ella podía hacer algo así. Nadie más, ni siquiera sus padres.

La conversación fue encendiéndose hasta que todos gritaban pero ninguno hablaba, y, mucho menos, escuchaba. Acabaron a gritos, y ella terminó dando un portazo, se fue a tomar el aire, le hacía falta. Quiso irse de casa, pero se conformó con un paseo para oxigenarse de tanto barullo.

Miraba al cielo, nostálgica. No había nubes, estaba despejado, ya había caído la noche, las estrellas brillaban como luciérnagas. Eran tan hermosas que le chocaba que casi nadie se parase a dedicarles una mirada.

–¿Cómo no mirarlas? De ahí viene todo cuanto nos rodea…. –reflexionó.

Pensó en su mochila con los libros y su dibujo dentro de la nave. ¿Estaría su dibujo cerca de alguna de esas estrellas que alumbraban el infinito firmamento?

Eran sobre las 10 de la noche, y apenas había gente en la calle. Se escuchaba el ulular de los búhos, esas mágicas aves, hijas del silencio y la noche, que salían a buscar su sustento con la ayuda de la nocturnidad. Y las farolas, solitarias antorchas de las ciudades, iluminaban todo el malecón que iba en paralelo a un río poblado por culebras, peces, ranas, patos y demás felices criaturas que campaban a sus anchas sin las vulgares preocupaciones de los entristecidos humanos.

La luz de las farolas le molestaba, sobre todo cuando estaba enfadada, tanta luz la oscurecía aún más. En su casa, cuando deseaba dormir, a veces tenía que bajar la persiana para matar cualquier resquicio de luz que entrase de la calle, los humanos infestaban las calles de luces. ¿Por qué ni siquiera se permite oscuridad en la ciudad? Estaba todo plagado de luces, ahuyentaban el descanso de la oscuridad.

Seguía furiosa por la discusión con sus padres, necesitaba alguna forma de desfogarse, y, ya que consideró que había demasiada luz, le iba a hacer un favor a la oscuridad, permitiéndole apropiarse de un espacio que, si no fuera por una de esas farolas, sería suyo.

Cogió una gruesa piedra del suelo y, casi sin apuntar, la tiró con toda la fuerza que pudo sacar de sí. Dio de lleno en la farola. El estruendo fue audible a cientos de metros a la redonda, y el suelo se llenó de cristales. Ella creyó que no había testigos de su rabia incontrolada, pero, en cuanto la piedra colisionó con la ya oscurecida farola y regó de cristales el suelo, un coche de policía encendió la sirena. No se había dado cuenta de que tenían el coche parado al principio del malecón.

–¡Mierda! ¡Lo que me faltaba! Estos hijos de puta están en todas partes menos donde los necesitas –dijo, viendo cómo arrancaban e iban a por ella.

Nunca le habían caído bien los policías. Jamás podrá olvidar el caso de aquel chaval de su ciudad que, ante un infarto de su padre, cogió el coche y lo llevó a plena velocidad a urgencias. Los policías lo pararon en el camino al ver que iba tan rápido, y él les explicó la situación, como pudo. De poco le sirvió, la “ley” estaba antes que la vida, y, al haber sido una velocidad de delito, lo detuvieron e hicieron que viniera una ambulancia. El padre murió poco antes de llegar al hospital, y aquel chico se suicidó después de matar con una ballesta al policía que lo detuvo. Desde entonces, los agentes de la ley no se andaban con tantas tonterías ni prepotencia, pero pronto se olvidaban y volvían a ser los truhanes de siempre.

Su primer instinto fue salir corriendo, pero estaba enfadada con el mundo, y, aprovechando que no le podían ver la cara aún, cogió otra piedra y la lanzó al coche de policía, para desahogarse del todo. Colisionó con el cristal frontal del coche, haciéndolo añicos, con los policías dentro, que salieron corriendo para intentar atraparla.

No permitiría que la pillasen. Solo le faltaba llegar a casa de la mano de unos policías, y ya entonces sí que podría despedirse de su sueño de no pisar nunca más ese criadero de ignorancia en masa que eran los centros “educativos”.

El río estaba allí mismo, pero no había ningún puente peatonal en las cercanías. Solo unas tuberías que lo atravesaban. Cruzarlo por las tuberías sería muy arriesgado, era muy fácil caerse al río, pero antes prefería caer al río que en las manos de los policías. Eran dos tuberías metálicas resbaladizas, ambas pegadas la una a la otra. Fue cruzando con pies de plomo, haciendo equilibrio para no caerse. Los policías la vieron cruzar, pero no se atrevían a pasar por donde ella pasaba.

–¡Vuelve aquí! ¡Te habla la policía! ¡Alto! –le decían los policías.

–¡Que os follen! –gritó ella sin perder de vista sus pies y las tuberías, un solo paso en falso supondría caer al río.

En general, quien huye, lo hace con miedo, pero, en el caso de Betria, no huía con miedo, sino con...