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Verano en los lagos

of: Margaret Fuller, Teresa Gómez Reus

La Línea Del Horizonte Ediciones, 2017

ISBN: 9788415958758 , 170 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 11,99 EUR



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Verano en los lagos


 

Capítulo I
NIÁGARA


Niágara, 10 de junio de 1843

Dado que este diario consignará las notas al pie que se puedan poner en las páginas de mi vida durante los viajes de verano, no debería guardar silencio ante el magnífico prólogo de un drama que de momento desconozco. Pero, como tantos otros, poco tengo que decir cuando, por una vez, el espectáculo es lo bastante grandioso como para colmar la vida y desbordar el pensamiento, abrumándonos con su propia presencia. «Es bueno estar aquí» es la expresión mejor y más simple que me viene en mente.

Llevamos aquí ocho días y ya estoy lista para marcharme. Una visión tan grandiosa pronto nos satisface, dejándonos contentos con su imagen y con lo que es inferior a su imagen. Nuestros deseos, una vez realizados, nos obsesionan menos. Al haber «vivido un día» podemos partir y ser merecedores de vivir otro.

No hemos tenido suerte con el tiempo, pues en este paraje el sol nunca brilla ni calienta demasiado, y el cielo ha descendido cada vez más, con vientos fríos y rigurosos. Mis nervios, demasiado crispados por esa atmósfera, no toleran bien la continua presión en la vista y el oído. Porque aquí no hay escape del peso de una creación constante; los movimientos y formas van y vienen, la marea fluye y refluye, el viento, con toda su fuerza, no solo sopla en rachas y ráfagas, sino que arrecia de un modo realmente incesante e infatigable. Despiertos o dormidos, no tenemos escapatoria; el ajetreo siempre nos rodea y atraviesa. Es así como más he sentido la grandeza: casi eterna, si no infinita.

Por momentos, se levanta una música de fondo; las cataratas parecen coger un ritmo propio y repetirlo una y otra vez, de manera que una doble vibración aviva el oído y el alma. Se trata de un efecto del viento, que resuena en el himno atronador. Es sublime, con el efecto de una repetición espiritual en todas las esferas.

Al llegar aquí no sentí sino una satisfacción tranquila. Descubrí que los dibujos, el panorama y otros datos me habían dado una clara noción de la posición y las proporciones de todos los objetos que aquí se encuentran; sabía dónde buscar cada cosa, y cada cosa tenía el aspecto que había imaginado.

Tiempo atrás contemplaba con una amiga, desde la ladera de una colina, una de las puestas de sol más hermosas que hayan engalanado el mundo. Un vaquero menudo, que subía con esfuerzo, se preguntó qué mirábamos. Tras pasear la vista en derredor, cayó en la cuenta de que solo podía tratarse de la puesta de sol y, mirándola también un momento, dijo con aprobación: «El sol tiene buena pinta», una réplica digna del Cloten de Shakespeare o, según se prefiera, del infante Mercurio, dispuesto a todo desde la cuna.

Aquí sentí esa misma familiaridad, digna de la que Jonathan, nuestro héroe nacional, exhibiera en el palacio de un príncipe, o al «subir pesadamente», como alardeaba de haber hecho, «las escaleras del Vaticano con mis botas viejas, para acudir en presencia del Papa»; tiene buena pinta, sentí y, tal como me sugeriste, me sentí inclinada a aprobar el único objeto del mundo que no me decepcionaría.

Pero toda gran expresión que, a primera vista, parezca muy natural y sencilla, al cabo de un rato proporciona al observador atento un rasero propio con el que medirla. Día a día las proporciones se fueron ensanchando y elevando cada vez más ante mis ojos, y al final me hice con un primer plano adecuado para esas distancias sublimes. Antes de marcharme creo que realmente vi la maravilla total del paisaje. Al cabo de un tiempo, este me atrajo hasta tal punto que llegó a inspirarme un terror indefinido, que nunca antes había experimentado, como el que puede sentirse cuando la muerte se dispone a conducirnos hacia una nueva existencia. El perpetuo fragor de las aguas se apoderó de mis sentidos. Me pareció que ningún otro sonido, por cerca que se hallase, podía oírse; y me sobresaltaba y me daba media vuelta en busca de un enemigo. Percibí la identidad entre el temple con el que la naturaleza descargaba aquellas aguas de un modo tan impetuoso y el que había creado al indio en esa misma tierra. Porque a mi mente acudían de continuo, espontáneas e inoportunas, como nunca antes, imágenes de salvajes desnudos acercándoseme por la espalda con hachas en alto; la ilusión se repitió una y otra vez, e incluso después de analizarla e intentar librarme de ella no pude evitar sobresaltarme y volver la vista.

Como cuadro, las cataratas solo se ven desde el lado británico. Desde allí hay suficiente distancia para apreciar el efecto mágico de la bruma que las envuelve y la luz y la sombra. En el bote, cuando se cruza, los efectos y contrastes resultan aún más melodramáticos. Desde el camino apartado del remolino nos encantó verlas como un cuadro reducido. Pero lo que más me gustó fue sentarme en Table Rock, cerca de la gran cascada. Allí se perdía la capacidad para observar los detalles, la conciencia individual.

En un momento, cuando acababa de sentarme, vino un hombre para echar un primer vistazo. Se acercó al borde de la catarata y, tras mirarla un momento, como quien piensa en la mejor manera de darle uso, escupió en ella.

La actitud me pareció digna de una época en la que tanto se adora lo útil que el príncipe Pückler-Muskau ha sugerido la probabilidad de que los hombres entierren los cuerpos de sus muertos en los campos para fertilizarlos, así como propia de un país como el descrito por Dickens; pero no se verán así, espero, la época ni América en las páginas de la historia. Un poco de levadura está leudando la masa en favor de otro pan.

El remolino me ha gustado mucho. Es mejor verlo después de las grandes cascadas; es seriamente solemne. El río no podría parecer más imperturbable de lo que lo hace justo debajo la gran cascada, casi triste con su verdor marmóreo; pero los ligeros círculos que marcan el remolino oculto parecen susurrar misterios que la voz atronadora de la cascada es incapaz de proclamar: un sentido tan callado como siempre.

También da miedo pensar, mientras se lo observa, que cualquier cosa que se haya tragado la catarata, ya fuese un árbol caído o el cuerpo de un hombre o un pájaro, de repente puede salir a flote en ese sitio.

Los rápidos me hechizaron mucho más de lo esperado; corren tan deprisa que dejan de notarse; solo se puede pensar en su belleza. Descubrí por mi cuenta el manantial que está más allá de Moss Islands y creí que se trataba de una belleza accidental. Al principio, no quería alejarme por miedo a no volver a verla. Al enterarme de que era permanente, regresé varias veces para observar el jugueteo de su cresta. En la pequeña cascada que se halla un poco más lejos, la Naturaleza, como es su costumbre, parece haber hecho el bosquejo de una creación mayor. Eso le encanta: un esbozo dentro de un esbozo, un sueño dentro de un sueño. Dondequiera que lo veamos, las líneas de un gran contrafuerte contenidas en un pedazo de piedra, los colores de una cascada reproducidos en las flores que salpican sus orillas musgosas, quedamos encantados; porque las formas cobran fluidez y nuestros pensamientos se armonizan con el genio del paisaje.

La gente se queja de las edificaciones que hay en Niágara y teme que deformen el paisaje. No entiendo ese temor: la vista es capaz de engullir todos esos objetos; en la totalidad enorme no se ven más de lo que vería una lombriz en un campo ancho.

El hermoso bosque de Goat Island está lleno de flores; algunas de las más bonitas adoran rendir homenaje. Las aráceas y berberidáceas están en flor. Las primeras, blancas, rosas, verdes, moradas, reproducen el arcoíris de otoño y son dignas de una guirnalda tejida en honor de la deidad que todo lo preside al caminar por la tierra, pues tienen un tamaño imperial y la forma de piedras de diadema; en cuanto a las berberidáceas, no levanté una sola hoja verde sin encontrar una flor debajo.

Y ahora, adiós, Niágara. Te he visto y creo que todos los que pasen por aquí deberán verte a su modo; no es posible librarse de ti tan fácilmente como de las estrellas. Volveré en julio bajo un baño de luz lunar o solar. Debido a la ausencia de luz, no he visto el arcoíris sino dos o tres veces al día y ni una sola la curva de la luna. Sin embargo, la presencia imperial no necesita corona, aunque está la ilustre.

El general Porter y Jack Downing no eran figuras inapropiadas en este sitio. El primero alzó los puentes por los que cruzamos a Goat Island, y el espíritu coronado con aráceas castigó su temeridad con la sordera, que debe de haberle afectado cuando hundió la primera roca en los rápidos. Jack parecía ser un representante agudo y entretenido de Jonathan, que había venido a supervisar el amplio derecho del agua que tenía. Nos contó todo sobre las campañas americanistas de la zona; es decir, la batallas que aquí se libraron. Parece extraño que los hombres pudieran combatir en un lugar así; pero no hay templo para calmar las penas y las luchas personales de los pechos de sus visitantes.

No menos extraño es el hecho de que, en esta zona, se encadene a un águila para utilizarla como juguete. De niña, a menudo me quedaba mirando por la ventana un águila que estaba encadenada en el balcón de un museo. La gente la azuzaba con palos y mi corazón infantil se hinchaba de indignación al ver esas...