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Un camino inesperado - Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

Un camino inesperado - Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos

of: Diego Blanco

Ediciones Encuentro, 2017

ISBN: 9788490557969 , 438 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Un camino inesperado - Desvelando la parábola de El Señor de los Anillos


 

INTRODUCCIÓN


El libro de tapas azules, el libro de tapas verdes
y el libro con la “X” en la portada

Hacia la otra orilla.

«Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste».

El Señor de los Anillos, «Los puertos grises».

«El libro es, indudablemente, un objeto sagrado. Los libros encierran las joyas más valiosas en los cofres más pequeños. Pero nada de esto impide que la superstición comience en el mismo punto en que el cofre empieza a ser más valorado que las joyas que contiene».

G. K. Chesterton. Lectura y locura.

No recuerdo qué edad tenía la primera vez que leí El Señor de los Anillos. Sólo recuerdo que era un niño y que desoyendo los consejos de mi primo, que fue el que me prestó su ejemplar (una edición con tapas azules, de Círculo de Lectores, cuyo papel olía maravillosamente y más grueso que una biblia), no comencé leyendo El Hobbit, como hubiera sido lo lógico para un chico de mi edad. Mi hermano mayor y mis primos hablaban del libro constantemente y de una forma tan sugestiva que logró maravillarme y seducirme. Así que me empeñé en tenerlo en mis manos, haciendo caso omiso de los cientos de veces que tuve que escuchar que era demasiado joven para leerlo, demasiado tonto para entenderlo, sin la agudeza visual precisa para descodificar el minúsculo tamaño de la letra y excesivamente perezoso para perseverar en su lectura. Además, me fue profetizado con cierta vehemencia que abandonaría su lectura al segundo párrafo.

Me dio igual.

En aquel primer intento sólo llegué a sentarme con Gandalf y Frodo junto a la ventana abierta del estudio y al fuego brillante del hogar en Bolsón Cerrado. No estuvo mal. Superé los dos párrafos que me habían puesto como límite. Pero descubrí algo más. Había mapas. Mapas maravillosos que recuerdo con una extraña nitidez, un montón de mapas página tras página. Y en el último de ellos, escrito en gigantescas letras negras podía leerse: «Mordor».

Mordor. La sola palabra en sí me apasionaba. Yo sabía por mis primos que Mordor era el lugar donde vivían los malos y recuerdo que, emocionado por mi hallazgo, intenté jugar a Mordor en el colegio con escaso éxito (¿que quieres jugar a qué?). Así que me resigné a patear el balón en los multitudinarios partidos de fútbol que, disputados diariamente, eran el único recurso disponible y aceptado por todos para entretenerse en la media hora del recreo.

Pero el libro seguía en mi habitación, y sus tapas azules ejercían un extraño poder sobre mí. De modo que al tiempo volví al estudio de Bolsón Cerrado a continuar la conversación con Gandalf. Por él me enteré de que el anillo que ahora tenía Frodo era peligrosísimo y terrible. Un arma cruel forjada por el propio malo en persona: Sauron, el Señor Oscuro.

Con aquel segundo intento ya obtuve lo suficiente como para alimentar mi imaginación sin necesidad de seguir leyendo y para, por qué no decirlo, presumir un poco delante de mis compañeros y de mi familia.

—¿Pero se está leyendo eso el niño?

—Míralo. Ahí lo tienes.

Me encantaba escuchar aquello. Podía presumir de haber leído sin haberlo hecho mucho en realidad. La ley del mínimo esfuerzo trasladada a la literatura y con el único fin de aumentar mi ego.

Pero pronto descubrí que el libro de tapas azules era un ser bastante celoso. No dejaba de mirarme desde la estantería, no con despechada dignidad ni con pena o con reproche. Era un ojo de fuego enfurecido y desafiante que me hacía sonrojar y cuya mirada intentaba ignorar lo máximo posible. Y al fin, pasado un tiempo, el libro, molesto por el polvo que se acumulaba sobre su lomo, consumó su venganza, largamente meditada en las tinieblas del estante, harto de la afrenta de tener que soportar a aquel muchachito que presumía de conocer sus secretos sin haber pasado del segundo capítulo.

La venganza tomó forma de una penosa amigdalitis que, como un nuevo san Ignacio, me tuvo postrado en la cama casi dos semanas. Evidentemente, el libro que mi madre colocó en mi mesilla para que me entretuviera (bendita época en la que no había televisores en cada habitación de la casa), fue El Señor de los Anillos. En el pecado está la penitencia, y yo, entre febril y vergonzoso, no tuve más remedio que volver a poner el pie en Bolsón Cerrado.

Allí, me asomé por encima del hombro de Gandalf para ver la inscripción del anillo que Frodo acababa de sacar de la chimenea con unas tenazas. Para mi sorpresa, el libro, una vez consumada su venganza, no parecía guardarme ningún rencor; más bien al contrario. Se había limitado a dar un pescozón a un amigo perezoso, que presumía de ser el mejor de ellos, aunque en realidad le daba pereza ir a visitarle. Lo que en verdad quería el libro de tapas azules era que pudiésemos disfrutar de nuestra mutua compañía.

Fue la mejor enfermedad de mi vida. Recuerdo vívidamente cuando, atravesados ya muchos peligros y habiendo tenido el placer de conocer a personajes tan maravillosos y admirables como Tom Bombadil y su esposa Baya de Oro, llegué con Frodo, Sam y los demás al Poney Pisador. Y una vez en la posada, limpiado el barro del camino, entre el sabor del jarabe y los pliegues de las sábanas, protegido por mantas confortables y calentitas, me quedé de piedra al ver aquella figura embozada de la esquina que fumaba en pipa y observaba a Frodo con demasiado interés.

Por desgracia el jarabe me hizo efecto y me curé al fin y al cabo. Pero desde aquel momento al libro de tapas azules no le volvió a crecer polvo en el lomo, y el niño presuntuoso continuó acompañando a Frodo día a día hasta el fin de todas las cosas.

Consumado el matrimonio, la familia creció. Y pronto hubo que hacer hueco en el estante para acoger dignamente a El Hobbit, que también sustraje de forma indecente de casa de mis primos y cuya lectura me proporcionó muchas horas de felicidad. Al poco tiempo, y mejorada mi ya de por sí asombrosa pericia como saqueador nocturno de los bienes ajenos (había practicado mucho), aparecieron en mi habitación los Cuentos Inconclusos junto a un tal Egidio que era granjero y un pintor llamado Niggle. El Silmarillion no lo tomé prestado. No estaba en ninguna parte y tuvieron que pasar muchos años antes de que me pudiera hacer con un ejemplar. Poco a poco me fui haciendo mayor y como crecía mi interés por los juegos que en aquella época llamábamos «de especialista», me suscribí a la tristemente extinta revista Líder, especializada en juegos rol y estrategia, donde comencé a leer artículos sobre Tolkien y la Tierra Media.

Asimismo, y como ya comenzaba a sentir el peso del dinero en mi bolsillo, gracias a que ya se me consideraba lo suficientemente mayor como para tener una asignación semanal, pude abandonar el oficio de saqueador nocturno y adquirir por mí mismo los libros, revistas y juegos que necesitaba. He dicho que abandoné el oficio de saqueador, pero mejor sería decir que evolucioné desde el atraco furtivo y culpable hasta los golpes bien planeados de un crápula seductor de guante blanco. Teniendo como víctima a mi abuela, bendita sea su memoria, que a espaldas de mis padres, y desde un monedero negro con cierre de bolitas doradas que tenía propiedades mágicas ya que nunca se vaciaba, financió mis actividades cuando no bastaba la asignación semanal, ni siquiera sumando varias semanas.

También comencé a escribir. Mi primer relato lo titulé Hiriam, el Jorgul y trataba fundamentalmente de Hiriam, que era un jorgul. No mucho más, por desgracia. Huelga decir que copié descaradamente no sólo el estilo sino hasta expresiones literales de los libros de Tolkien.

Pero el brillo de la infancia se me fue apagando poco a poco, hasta que al fin se extinguió dando paso a las tinieblas de la adolescencia.

Tal vez sea necesario aclarar, para poder comprender lo que viene a continuación, que siempre he buscado ser feliz en la aprobación de mis mayores. Quizá reflejo de ello era el intento por destacar leyendo cosas de mayores antes de tiempo, como ya he contado antes. Pero este es solo uno de los muchos aspectos en los cuales he buscado ser admirado por los demás en general, y por mis padres y hermanos en particular. Puede que por ser el pequeño de la familia, por complejo de inferioridad o por alguna otra razón que aún escapa a mi discernimiento, contar con el afecto y el reconocimiento de alguna figura adulta o paterna era vital para mí. Una de estas figuras, quizá de las más sólidas, la encontré en dos religiosos escolapios, profesores de mi colegio, por los que yo sentía un gran respeto y admiración y a los que quería mucho, y por los cuales también me sentía muy querido. A ellos me unía una dulce complicidad, entre otras razones porque ante mis errores y mis faltas, que eran muchas, jamás me sentí juzgado por ellos. Así discurrió mi EGB, entre sus propias luces y sombras y bajo la tutela silenciosa de estos dos sacerdotes. El primer golpe llegó al comenzar el tercer trimestre de octavo de EGB, cuando un infarto repentino se llevó a uno de ellos. Este encuentro con la muerte de un ser querido me afectó realmente, muy en lo profundo, pero a pesar de la conmoción que me produjo no me dejé llevar por la tristeza, porque en el fondo de mi corazón tenía la seguridad de que aún me quedaba el otro, el cual, si acaso, era aún más importante para mí.

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