Search and Find

Book Title

Author/Publisher

Table of Contents

Show eBooks for my device only:

 

Jesús también estaba invitado - Conversaciones sobre la vocación familiar

Jesús también estaba invitado - Conversaciones sobre la vocación familiar

of: Mauro Giuseppe Lepori

Ediciones Encuentro, 2017

ISBN: 9788490558348 , 134 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Price: 6,99 EUR



More of the content

Jesús también estaba invitado - Conversaciones sobre la vocación familiar


 

CONOCER A JESUCRISTO EN LA VOCACIÓN MATRIMONIAL


Una preocupación vocacional


Para abordar el misterio de la familia es importante partir de una preocupación vocacional, de la preocupación y del deseo de vivir con verdad y plenitud la vocación matrimonial y familiar.

Esta preocupación se pone de manifiesto en la experiencia de la dificultad cotidiana por permanecer centrados en la gracia y en la tarea que se derivan del sacramento del matrimonio. Esta preocupación expresa sobre todo el deseo de ver cómo se realiza en la vida cotidiana todo lo que el sacramento da y promete.

Toda preocupación vocacional es un deseo de santidad, un deseo de plenitud de vida. Pero no un deseo cualquiera, no una santidad cualquiera, no una plenitud de vida genérica sino el deseo de la santidad y de la plenitud de vida que nacen del encuentro con Jesucristo.

Diría que este deseo de plenitud se hace todavía más agudo en la vida matrimonial y familiar por la intensidad psicológica que acompaña el comienzo y las etapas iniciales del camino. El enamoramiento, la fiesta nupcial, la espera y el nacimiento de los hijos: de forma natural todo esto está lleno de esperanzas, de proyectos, de deseo de lo mejor. Por eso la experiencia de la dificultad, de la monotonía cotidiana, de la inevitable desilusión de muchas expectativas en relación con uno mismo, con el cónyuge y con los hijos es tal vez más desconcertante psicológicamente que en otros caminos vocacionales.

Esto lleva con frecuencia a los que viven la vocación matrimonial a refugiarse en un escepticismo voluntarista, en un «aguantar» apoyado en las propias energías individuales pero cargado de una desilusión que con frecuencia se convierte en agresividad hacia el cónyuge, hacia los hijos, hacia uno mismo y, al final, también hacia el mismo Dios.

Uno de los espectáculos más tristes a los que me toca asistir, sobre todo desde que soy sacerdote, es el de parejas que han llegado a los sesenta años y que de golpe «saltan» por los aires porque uno de los cónyuges, normalmente la mujer, no puede seguir siendo víctima de su intento voluntarista de soportar al otro o la situación familiar. Durante décadas han seguido adelante sin dialogar nunca verdaderamente, sin comunicarse sus problemas, sin corregirse, sin pedir uno al otro la atención y el amor cuya falta sentían y necesitaban; durante décadas han seguido adelante soportando estar juntos «por el bien de los hijos»; durante décadas han seguido adelante refugiándose, cada uno por su parte, en el trabajo, en las amistades, en los pasatiempos, etc. Al final llega el momento en el que la cuerda, deshilachada desde hace tiempo, se rompe, y aquel de los dos que estaba más sometido se rebela, y es como un dique de agresividad y de frustración que se rompe y se desborda en la «euforia» de una libertad adolescente que ya no admite vuelta atrás, que rechaza cualquier razonamiento y que excluye cualquier compasión hacia su cónyuge. Con frecuencia uno de los dos se cae de las nubes. Durante años ha trabajado como un loco por la empresa, ha construido un pequeño imperio de bienestar para sí y para su familia, durante años se ha justificado por no dar tiempo a su mujer, o al marido, a los hijos diciéndose que era por su bien. Y de golpe este tesoro que pensaba que les ofrecía solo suscita el desprecio y el desinterés total por parte de los suyos. En definitiva, cada uno se encuentra en su propio rincón haciéndose la ilusión de que puede construirse una vida nueva.

¿Dónde estaba el error de partida? Creo que se encuentra en una falta de conciencia de la naturaleza de la vocación matrimonial, o más bien de la naturaleza vocacional del matrimonio. Es como si la gente, también entre los cristianos, no fuera consciente de que el matrimonio es una vocación, es la vocación de quien es llamado a él, como si no fuera consciente de que lo que hace fecundo el matrimonio por tanto no son las consecuencias de la existencia (trabajo, actividades sociales y culturales, hobbies, etc.), sino el matrimonio mismo y por tanto la relación misma entre el hombre y la mujer. Por eso, como decía antes, hay una especie de derroche de generosidad, de sacrificio de uno mismo por la mujer o el marido, por los hijos, por la casa, por el bienestar de la familia y de su nivel social que sin embargo no construye el corazón de la cuestión: la vocación matrimonial de la pareja. Es como si todo girase en torno a un eje que se ha olvidado, que se deja oxidar y corroer, que nadie tiene la preocupación de restaurar, de consolidar. Al final acaba rompiéndose el eje y todo lo que giraba a su alrededor sale despedido en todas las direcciones para desintegrarse alejado del centro.

Esto me hace recordar la frase del sacerdote protagonista del Diario de un cura rural, de Georges Bernanos, ante una situación parecida: «¡Dios mío! Decimos con frecuencia: ‘la familia, las familias’, igual que decimos ‘la Patria’. Hay que rezar mucho por las familias; las familias me dan miedo. Que Dios las acoja con misericordia».

Por este motivo quisiera tratar de profundizar en este eje, en este centro de la vocación matrimonial, de la vida familiar como vocación, como llamada que dirige Jesucristo a cada uno para que le siga hacia la plenitud de vida que solo Él puede, sabe y quiere dar a la existencia: la santidad.

La tarea de la vida: conocer a Jesucristo


El matrimonio es una vocación, un estado de vida que, aunque natural, común a todos, Jesucristo ha constituido como forma especial de seguimiento a Él, como forma de vida nueva en Él, como forma del anuncio de su presencia redentora en el mundo. Para comprender cómo vivir esta vocación debemos aclarar a qué es llamado cada ser humano por el acontecimiento de Dios que se hace hombre para salvarnos. ¿A qué nos llama el hecho de que Dios se hace hombre, de que Dios vive en medio de nosotros, muere por nosotros y resucita? ¿Qué pide este acontecimiento absolutamente único y original?

Este acontecimiento pide ante todo ser reconocido. La encarnación, la cruz y la resurrección reclaman un conocimiento. No el conocimiento de algo sino el conocimiento de alguien, de esa persona que es Dios y que sin embargo se hace hombre, vive como nosotros, habla, sufre, muere por nosotros y resucita.

Desde que el Verbo de Dios se ha hecho carne, es decir, se ha manifestado a la humanidad, la vocación de cada hombre consiste en conocerle, en conocer a esa Persona, el misterio de esa Persona.

Los primeros testigos de Cristo estaban literalmente impregnados del deseo y la urgencia de conocer a Jesús. San Pablo escribe a los Filipenses: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (3,8).

Todo es pérdida si no se conoce a Jesús. La finalidad de la vida de aquel que se ha encontrado con Cristo es conocerle, es decir, la relación con Él, porque conocer a una persona es relacionarse con ella. Lo único que vale es lo que nos ayuda a conocer a Jesucristo, en el sentido bíblico del término: conocimiento como relación, como relación de amor, como amistad.

El encuentro con Cristo, incluso el más pasajero, introduce en la vida y en el corazón de la persona la vocación fundamental a conocerle. También los que se encuentran con Él o le conocen superficialmente están llamados a profundizar en el conocimiento de Él, y esto es así por la naturaleza misma de la persona de Cristo.

Cada vez que conocemos a una persona excepcional nace inevitablemente el deseo de profundizar y hacer que dure ese encuentro, de conocer todavía más a esa persona. ¡Imaginad cómo vale esto para Jesucristo, la única persona humana que es Dios hecho hombre!

Nadie ha dicho que uno reciba inmediatamente la fe, que uno crea enseguida que Él es Dios, el redentor del mundo, la salvación del hombre. Pero todos, lo quieran o no, al conocer a Cristo están llamados al conocimiento de Él.

Uno de los ejemplos más bonitos es Nicodemo, que va a ver a Jesús de noche para conocerle más, porque desde que le ha visto, o a lo mejor solo ha oído hablar de Él, no encuentra paz si no va a conocerle (Jn 3,1-21). Lo mismo vale para Zaqueo (Lc 19,1-10). Incluso un hombre inhumano como Herodes, al oír hablar de Jesús arde en deseos de verle, de conocerle (cf. Lc 9,7-9; 23,8-9).

Pensemos en la Samaritana que, al conocer a Jesús junto al pozo, pasa de la hostilidad del prejuicio con respecto a un extranjero, a un extraño, al asombro de quien cree haber encontrado al Mesías (Jn 4,7-29). O en sus conciudadanos, que van también ellos a ver, ciertamente perplejos por el testimonio de una mujer poco recomendable y que al final dicen a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el salvador del mundo» (Jn 4,42).

Pero pensemos en los mismos apóstoles: tres años para aprender a conocer cada vez más y mejor al Señor, para purificarse y ser corregidos en el conocimiento de Él, para comenzar cada día a conocerle de nuevo.

Y pensemos en la Virgen María. También para ella la relación con Jesús supuso un camino cada vez más profundo de conocimiento de su misterio: «María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19; cf. 2,51). Y «estas cosas» eran Jesús mismo y todo lo que tenía que ver con Él.

Es importante ser conscientes de esto porque es en este camino de conocimiento cada vez más hondo de Cristo donde profundizamos en nuestra vocación particular y debemos encontrarnos con cada hombre. Cada persona a la que conocemos, aunque no sea creyente, está llamada a...