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Roma. La ciudad del Tíber

of: Pilar González Serrano

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788415415978 , 784 Pages

Format: ePUB

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Price: 5,99 EUR



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Roma. La ciudad del Tíber


 

I. LA NATALIS ROMAE

Pincha para descarga de fichas iconográficas (Topografía): 8,5 MB

La fecha legendaria de la fundación de Roma, el 21 de abril del año 753 a.C.1, aparece incrustada con tal fuerza en las páginas de la Historia que bien merece ser tenida por cierta. De hecho, como tal se ha impuesto, y así lo proclama anualmente el gozoso repicar de la Patarina. Esta célebre campana de la torre del Palazzo Senatorio, que solo deja oír su metálica voz en ocasiones solemnes, recuerda cada 21 de abril a los romanos y al mundo entero la natalis Romae, aniversario sacralizado y legitimado por la fuerza de la tradición2.

Los vestigios de chozas hallados en el Palatino, así como las tumbas aisladas encontradas en el Foro y en el Esquilino, y los restos arqueológicos exhumados recientemente en el Capitolio, confirman que el poblamiento del área romana data de la Edad del Hierro, es decir, del siglo X a.C., a pesar de los argumentos esgrimidos por los tradicionalistas que defendían la del siglo VIII a.C., para hacer coincidir el mito con la Historia. Por lo tanto, a la Arqueología le corresponde la tarea de ir, poco a poco, llenando de contenido esos dos siglos de ocupación humana que median entre ambas fechas: una documentada por los vestigios materiales aparecidos, y la otra considerada desde hace siglos como el punto de arranque de la historia de la ciudad del Tíber.

Lo verdaderamente importante es comprender que a partir de ese supuesto primus dies la historia de Roma se perfiló, ininterrumpidamente, como la gesta de todo un pueblo unido por un proyecto común del que siempre fue consciente y del que se sintió orgulloso. Reflejos de esa conciencia colectiva son los vestigios míticos y arqueológicos que, con el tiempo, han asumido el papel de símbolos carismáticos de la Roma eterna. A la fecha de la natalis Urbis hay que añadir la emblemática figura (etrusca o medieval) de la loba capitolina3, la Mater Romanorum, con sus gemelos postizos, añadidos por Pollaiuolo en el siglo XVI, y las letras que conforman la elocuente sigla de SPQR (Senatus Populusque Romanus), repetida por doquier y que aún hoy puede verse en las tapas de registro de las arquetas del alcantarillado ciudadano.

¡El Senado y el pueblo romano! De hecho, ambos han sido los verdaderos protagonistas de la historia de Roma y así se trasluce en la mayoría de las páginas que sobre ella se han escrito. La fuerza de este singular binomio justifica que la conclusión última de cuantos historiadores han profundizado en el pasado de Roma haya sido muy similar. Pueden citarse como ejemplo a dos de los más grandes, separados por los siglos, pero unidos por el profundo conocimiento que ambos llegaron a tener del devenir de la ciudad eterna: Tito Livio y Mommsen.

Cuando en época augústea Tito Livio4 se propuso escribir su conocida obra Ab Urbe condita libri, la historia del «pueblo príncipe», desde la fecha de la fundación de la ciudad hasta los comienzos del Imperio, tuvo que empezar por refundir toda la información contenida en la Analística para conseguir redactar una síntesis patriótica y moralizadora, cuyo fin último era justificar el legítimo orgullo del pueblo romano ante los logros alcanzados con su esfuerzo y sacrificio. Convencido republicano, pudo escribir su obra a instancias del emperador Augusto sin traicionarse a sí mismo, ya que nunca se desvió de su idea básica: demostrar que el dominio del mundo, el gran imperio universal (el sueño del malogrado Alejandro Magno), había sido posible gracias al esfuerzo de todos los romanos, regidos por un Senado de respetables campesinos, orgullosos de las arrugas de sus rostros y de los callos de sus manos, ásperas por cavar la tierra y guiar el arado. El resultado no había sido otro que la gloria de la República y, por ende, la de Roma.

Como ilustración de la profunda añoranza que animó a los puristas republicanos, nada más elocuente que contemplar la magnifica galería de retratos de la época (siglos II-I a.C.) que han llegado hasta nosotros5. Son, en su mayoría, rostros de personajes anónimos con expresiones tan realistas, tan falsamente espontáneas, que dejan huella imborrable en el espectador. Además, resultan históricamente familiares, porque se intuye que son esos «famosos desconocidos» de los que habla Poulsen6, miembros de las poderosas familias de la oligarquía senatorial citadas por las fuentes escritas y que jugaron un papel decisivo en la historia de Roma.

Junto al protagonismo del pueblo romano, en las directrices de la obra de Tito Livio, marcaron rumbos preferentes las grandes fuerzas constructivas del pasado: el respeto a los dioses, la moral tradicional, el espíritu de sacrificio y el amor a la patria, valores de profunda raigambre popular en los que él creía, como convencido republicano. Todos ellos fueron, a su vez, ensalzados y sabiamente manipulados por Augusto como instrumentos políticos, al servicio de la renovación estatal que suponía la implantación del Imperio. De esta suerte, la versión de la historia de Roma escrita por Tito Livio vino a coincidir, en último término, con la estrategia populista imperial.

En cuanto a Mommsen7, el mejor conocedor de la historia y de la cultura romanas a finales del siglo XIX, se puede constatar que sus conclusiones se acercan a las de Tito Livio. En el prólogo de su obra magna, Historia de Roma, sintetizó su visión personal sobre la misma aseverando que el Imperio romano fue un largo y duro proceso de integración, cuyo único protagonista fue siempre el mismo: el pueblo romano, obligado, a su pesar, a mantener un pulso bélico con sus vecinos para poder sobrevivir. Cabe pensar que Mommsen, como hombre de su tiempo, se dejara seducir en sus apreciaciones por los últimos destellos del romanticismo, pero a la postre, ese hacerse malgre lui que solía subrayar con personal acento en sus clases magistrales otro gran maestro de la Historia y de la Arqueología, el profesor Blanco Freijeiro8, subyace en la gesta histórica del pueblo que en la Antigüedad, regido por un Senado que decidía desde su sede, el noble edificio de la Curia, llegó a ser el indiscutible dueño del mundo.

Hechas estas consideraciones previas, imprescindibles para poder penetrar en el complejo entramado de la historia de Roma, y volviendo al primus dies, a la fecha de su fundación, obligado es recordar que ya Tito Livio se encontró con los mismos problemas que todavía se plantean en la actualidad al intentar rastrear los orígenes de la ciudad. A pesar de que recientes excavaciones y estudios van permitiendo precisar la realidad cultural y cronológica de los primeros asentamientos sobre el Palatino y el Capitolio, lo cierto es que sus inicios se siguen solapando entre las fábulas que, como decíamos al principio, la tradición ha consagrado.

La solución adoptada por Tito Livio no pudo ser otra que la de recoger y repetir las noticias vigentes en su época. Sus fuentes de información fueron la Analística romana y la Historia de Polibio9, considerado como el primer representante de la historiografía pragmática. En ellas, como puede comprobarse, no pudo encontrar otros datos que los que, hasta hace pocos años, se venían manejando.

Hay que tener en cuenta que la historia de la ciudad de Roma se corresponde con la de uno de los imperios más vastos de la civilización europea y mediterránea, un modelo a imitar desde hace dos milenios en el que, ya en el siglo I a.C., se habían consolidado los mitos acerca de su...