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Napoleón y Revolución - Las Guerras revolucionarias

of: Enrique F. Sicilia Cardona

Nowtilus - Tombooktu, 2016

ISBN: 9788499678108 , 400 Pages

Format: ePUB

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Price: 9,99 EUR



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Napoleón y Revolución - Las Guerras revolucionarias


 

Capítulo 2


Humo, pólvora y sangre


Sólo hay dos palancas que muevan a los hombres: el miedo y el interés.

Napoleón Bonaparte

Como sistema racional que es, la guerra ha disfrutado en el tiempo de sesudos estudios, ensayos y análisis. Por seguir con este razonamiento, por ejemplo, en décadas pasadas de investigaciones era habitual indicar que el siglo XVIII había sido un período de guerras limitadas, guerras corteses, con movimientos que buscaban más la captura de algunas plazas fuertes, la rendición del contrario sin un excesivo coste en vidas humanas o el vivir a expensas del enemigo. A este respecto, Fortescue comentaba que «el objetivo de una campaña no era en aquellos tiempos buscar al enemigo y batirle. Los mejores tratadistas prescribían dos alternativas, a saber, luchar con ventaja o subsistir confortablemente». Esas alternativas recogen el sentir de la época sobre el modo de proceder en un conflicto armado. En el primer caso insinúa una lucha desde una plaza fuerte o posición defensiva escogida; la segunda nos lleva a vivir en terreno enemigo mediante movimientos constantes y maniobras o, todavía mejor, esquilmando su territorio situando allí nuestros cuarteles de invierno.

Las guerras de este siglo eran guerras controladas en algunos aspectos. Es bastante cierta la anécdota de dos coroneles enemigos –francés y británico– discutiendo en plena batalla de Fontenoy sobre quién debería disparar primero. La soldadesca cometió menos desmanes que en el siglo anterior, donde las guerras de religión seguían todavía vigentes. Mucha culpa de esto la tuvieron los mandos y oficiales provenientes de la nobleza. En ellos se cultivaba siempre un espíritu de caballerosidad y control. Esa cultura aristocrática de la guerra vista como un adiestramiento deseable y honorífico existía. Esta singular nobleza poseía un estricto control de las emociones, su cuerpo e incluso de los gestos, según leemos en Bell. Los ejércitos reales luchaban por preservar sus dinastías en campañas cortas, pocas veces en invierno, y preferían además asediar las plazas fuertes y fortalezas del enemigo antes que arriesgarse a una gran batalla campal, lo cual tenía cierta lógica.

ASEDIOS Y FACTORES


Como se sabe, desde los tiempos de los maestros Menno van Coehoorn o Sébastien Le Prestre, señor de Vauban, el asedio de una plaza fuerte tenía un método ya establecido. Una vez reconocida la plaza se empezaba con la construcción de paralelas, ramales en zigzag y otras diferentes obras (revestimientos con fajinas, fuertes, minas, etc.) apoyadas por baterías de sitio que permitían, lentamente, acercarse al objetivo y batir el sector escogido. Este fuego de artillería continuado propiciaba una brecha por la cual penetrarían más tarde con fuerzas superiores los sitiadores, o bien rendían antes la plaza por la superioridad de fuegos y la imposibilidad de recibir socorro, por parte de los asediados. La racionalidad matemática en estos trabajos aseguraba la victoria con una mayor probabilidad que la irracionalidad de los múltiples aspectos que podían afectar a una batalla al raso.

El problema de este anuncio anterior era su excesiva generalidad. Si bien una victoria por asedio podría ser menos costosa en vidas, no estaba tampoco exenta de riesgos para el común zapador, soldado o, incluso, el mando general que dirigía los trabajos. Una de las bajas ilustres sería la del rey sueco Carlos XII, el cual murió ante las murallas de la fortaleza noruega de Fredriksten (1718) cuando la sitiaba. En el asedio de Lille (1708), el vencedor tuvo aproximadamente que sufrir dieciséis mil bajas hasta quebrar la resistencia de los asediados franceses, y en el asedio de Belgrado de 1717, los austriacos de Eugenio de Saboya pudieron sufrir más de 35.000 bajas en total, la mayoría producidas por enfermedades. Esa gran aglomeración de hombres en un espacio definido durante un largo período de tiempo era, en sí misma, un riesgo que podía producir que apareciesen plagas o debilidades que diezmaran a los ejércitos con mayor letalidad que la acción del propio enemigo. Un ejército en movimiento, parece sensato, era más fácil de alimentar que uno que se detenía (siempre y cuando no fueran por terreno quemado y devastado), pues en ese caso los alrededores tarde o temprano se agostaban y empezaban a aparecer episodios de hambre.

Estos ejemplos refuerzan la idea de peligrosidad inherente al participar en cualquier asedio, incluso con alguna variable más no contemplada en una batalla campal. Sin embargo, los asedios seguían atrayendo los pensamientos de las operaciones militares de aquellos tiempos. ¿Por qué? El primer factor a considerar era el número e importancia de las fortificaciones en una zona de operaciones. Sabemos que existían fronteras y zonas con un pasado abaluartado considerable que impedían, a veces, el conseguir un triunfo campal decisivo. La frontera franco-belga puede ser un buen ejemplo. Allí incluso se llegaron a construir verdaderas líneas continuas defensivas durante el invierno de 1710-1711 (conocidas como Ne plus ultra). Otra zona muy fortificada, estudiada al detalle por Christopher Duffy, era el Piamonte y la llanura del río Po, en Italia. O la mismísima Europa Central que pudo pisar Federico II el Grande. En esas tres zonas, las grandes batallas campales fueron usuales durante el siglo XVIII, pero ninguna produjo un resultado definitivo, ni el fin completo de las hostilidades.

En segundo lugar, los réditos por una victoria en un asedio importante podían ser iguales o más duraderos que los obtenidos en una batalla campal. No sólo conseguíamos físicamente un espacio estratégico de importancia, un lugar habitable, sino que muchas veces esa victoria venía aparejada con la anulación de grandes contingentes de soldados del enemigo y la caída de su moral de combate. Es muy analizado el triunfo prusiano de Rossbach, pero un año antes Federico rindió la fortaleza de Pirna y obtuvo dieciocho mil prisioneros sajones. En Mantua (1797), Bonaparte conseguiría apartar de la guerra a entre quince y veinte mil enemigos, y es también muy conocido el triunfo napoleónico de Jena (1806), pero pocos han reparado en las capitulaciones posteriores prusianas con la ciudad de Magdeburgo como estandarte. Durante esa misma fulgurante campaña, el mariscal francés Michel Ney (1769-1815) obtuvo la rendición de unos veintidós mil prusianos y setecientos cañones casi sin bajas propias. O el triunfo de Suchet en el asedio de Valencia (1811-1812) donde a costa de unas dos mil bajas propias provocó unas veinte mil en su adversario y la rendición del general al mando enemigo. Pocas batallas campales de aquellos siglos han producido esa disparidad de bajas entre el bando ganador y el perdedor; este factor, los beneficios estratégicos y cuantificables del triunfo en un asedio es algo que suele pasar desapercibido en los análisis.

Tercero, y esto ya se ha esgrimido antes, el propio desarrollo del sitio conllevaba cierto control matemático y temporal de las operaciones, algo que era mucho más complicado de mantener en una batalla campal comenzada. El resultado final en una batalla contemplaba ciertos aspectos psicológicos y sorpresivos que ningún mando, por genial que fuera, podía controlar al completo. Y esta puede ser la verdadera clave del no querer arriesgar, a veces, a un ejército en batalla. Los mandos no podían predecir todo lo que iba a suceder, mientras que dirigiendo un sitio formal esos aspectos variables eran más previsibles. Digamos que las posibilidades de sufrir sorpresas fatales en una batalla eran mayores que en un asedio.

Y, finalmente, en la planificación de los sistemas de aprovisionamiento encontraríamos el cuarto factor a considerar. Los ejércitos de esa época se movían y maniobraban constantemente, muchas veces supeditados a la ubicación de sus almacenes. Al no ser muy habitual el pillaje, Fuller indica que «los ejércitos debían ser avituallados mediante columnas de suministros, que, por otra parte, exigían la constitución de almacenes, alimentados desde las bases nacionales o por compra de productos locales pagados en efectivo». Y esos fundamentales almacenes se establecían, casi siempre, en ciudades amuralladas o fortalezas abaluartadas que se convertían así en un imán a la hora de planificar las operaciones militares. Asimismo, estos ejércitos reales, al no ser excesivamente grandes y moverse por comunicaciones escasamente adecuadas, se encontraban con frecuencia con una red de fortalezas difíciles de superar o dejar atrás sin un asedio formal. Las penetraciones profundas eran casi imposibles al no poseer suficientes números para tener un ejército de campaña y, a la vez, otros contingentes menores que se ocupasen de esas fortalezas. Algo que Napoleón sí pudo hacer repetidamente entre 1805 y 1813.

BATALLAS ILUSTRADAS


En el Siglo de las Luces, la muerte estaba muy presente cuando dos grandes fuerzas se enfrentaban en un espacio y tiempo limitado. Lo habitual era que una fuerza atacara y otra defendiera un espacio escogido de antemano o precipitado por un encuentro sorpresivo o fortuito; también podía darse el caso de que ambas fuerzas atacaran a la vez o, por momentos, decidieran permanecer una y otra a la defensiva, como ocurrió tras la batalla de Valmy (1792). Los dos primeros modos de conducta produjeron ejemplos de verdaderas carnicerías en este siglo de guerra limitada, como en Malplaquet (1709) u Ochakov (1788), por citar algunas. Como dato estadístico, en el siglo XVIII las batallas producían unas bajas –muertos y heridos– de alrededor del...