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La mirada de Saturno

of: Guillermo Galván

Ediciones Evohé, 2015

ISBN: 9788415415299 , 327 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 4,49 EUR



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La mirada de Saturno


 

Puerto de Somosierra, 30 de noviembre de 1808

Hacía horas que esperaban y aún quedaba un buen rato para el amanecer. Pablo Cañas estaba aterido, atrapado en la panza de una niebla que no permitía ver más allá de cuatro o cinco compañeros a derecha e izquierda. La noche había sido fría, larga, tediosa, sin autorización para hacer fuego y con órdenes estrictas de no romper la línea y mantener la boca cerrada. El sargento, al principio, los había animado, recorriendo la unidad entre la mísera vegetación y los guijarros, contando historietas presuntamente divertidas. Hasta que se le acabó la labia. Luego, como uno más, se sentó sobre la ladera húmeda y arisca a la espera del momento. Ahora, cada hombre se encontraba solo consigo mismo, sumergido en sus aflicciones personales, sus sueños o sus recuerdos.

Pablo Cañas pensaba en Aranjuez, nueve meses antes, con la primavera apenas asomada entre las ramas. Qué buenos días aquellos a la ribera del Tajo, con un trabajo fácil y bien remunerado: jornal de nueve reales y medio por armar barullo en las calles a las órdenes del conde de Montijo, que aparecía por cualquier esquina disfrazado de patán y bajo el alias de tío Pedro; labor muy distinta a la que hacía a diario en los andurriales de Madrid con una cuchillada de vez en cuando como único salario. Aranjuez había sido muy fácil, y además, en los descansos entre tanta algarada y pedrea, el vino gratuito corría a discreción en la taberna de Los Pajares o en la del tío Malayerba. Cañas sonrió al recordar el día que atraparon a Godoy, y cómo el muy choricero consiguió salvar el pellejo por la intervención de la Guardia Real. Lástima que aquel chollo durase tan poco.

Es de ley que los buenos tiempos no duran en casa del pobre. De vuelta a Madrid, las malas noticias llegaban en riada, con los gabachos pavoneándose como damiselas por las calles y el lechuguino de Murat convertido en dueño y señor del lugar. Nunca había sido cómodo merodear por las callejas madrileñas en busca de pitanza; menos con los franceses hurgando la herida. Él sabía arreglárselas desde chico, aunque ya le decía su padre que el más avispado tiene un resbalón y que los deslices se pagan, de modo que una absurda pelea en el baratillo de la calle Toledo lo llevó ante el juez, y este a la prisión de la villa.

Estaba encerrado, pero no había rejas para las noticias. Cuando el rey Fernando viajó a Francia a primeros de abril ya hubo apuestas sobre el mal fario que este asunto habría de traer. Y aumentaron los envites cuando su papaíto Carlos, ese pelele en manos de Godoy, tomó el mismo camino. El segundo día de mayo, al escucharse de mañana las primeras descargas, todos sabían que los pesimistas ganarían las apuestas. Algunos presos pidieron permiso a los carceleros para salir a por el francés, con el juramento de regresar más tarde. Franquearon la puerta a medio centenar que no sufrían condena por delitos graves, entre ellos el propio Pablo. Apenas en la calle, y antes de llegar a la plaza Mayor, dieron buena cuenta de un grupo que intentaba disparar una pieza de artillería contra la multitud revuelta. Con ese mismo cañón barrieron a parte de la caballería francesa que ocupaba la calle Mayor. Después, cada cual a lo suyo, y si te he visto no me acuerdo.

De aquello hacía ya medio año, pero nunca iba a olvidar esas imágenes; parecía como si un fantasma enloquecido recorriera las calles y las plazas dejando tras él un rastro con olor a sangre y a pólvora. Nadie se libraba de su hálito: jóvenes y viejos, matronas y frailes, curtidores y taberneros, se fajaban en un abrazo mortal con el enemigo más próximo, fuera este francés, moro o polaco. Era una pelea sin futuro, porque muy bien sabía Pablo que no todos luchaban, que los había complacientes con el invasor y que estos seguirían en sus poltronas cuando todo hubiese terminado. Nada ganaban él y los de su ralea, y menos si eran carne de presidio; así que, una vez consiguió abrirse paso entre el tumulto, solo llevaba una idea en la cabeza: escapar de allí cuanto antes. En el pueblo de Fuencarral tenía un compadre de andanzas que le dio cobijo. Y allí fue donde supo de la venganza sucia que el bujarrón de Murat había decretado contra los madrileños, y de la llegada de José, el rey intruso, el único hermano de Napoleón que había aceptado un trono acosado por la rebelión. Poco le había durado la alegría al reyezuelo, porque, la víspera de su arribada a Madrid, el general Castaños los había zurrado bien en Bailén y, cuando el advenedizo se enteró de la derrota, tuvo que rellenar sus baúles y salir por pies hasta las orillas del Ebro.

Quizá sus compañeros de filas rezaban; tal vez sembraban en aquella tierra estéril los que podrían ser últimos recuerdos para los seres queridos; puede que, simplemente, imaginasen las tripas abiertas del primer francés que se les pusiera a tiro. Pablo Cañas no estaba dispuesto a rezar y nunca en su vida había tenido a nadie en quién pensar verdaderamente o, tal y como él lo entendía, en quién pensar con un cierto sentimiento. Y en cuanto a las tripas francesas, sabía que allá abajo, agazapado entre la bruma, esperaba el ogro, el tirano de media Europa, dispuesto a vengar la vergonzosa huida de su hermano José y consolidar su codicia. Por eso estaba él allí, y no escondido en Fuencarral.

Cuando supo que Napoleón se acercaba a Madrid, se alistó en las tropas que saldrían a su encuentro. Había pasado tres días de entrenamiento en Robregordo, junto al ejército regular y una legión de voluntarios, intentando aprender a toda prisa las cuatro cosas elementales del fusil y la disciplina. La víspera, el general Benito San Juan los había reunido para explicar la importancia de su misión: defender el paso de Somosierra, un camino, según les contó, usado por romanos, godos, moros, conquistadores y reyes. Ese paso, dijo con orgullo, era la línea que une o separa el norte del sur, el camino hacia Madrid, la arteria que lleva la sangre al corazón de España. Los franceses querían ese corazón para devorarlo, y ellos iban a impedírselo. El general terminó su arenga con vivas a España y al rey Fernando. A mediodía subieron hasta el puerto y ocuparon posiciones, mientras que tres mil de ellos tomaban las alturas de Robregordo para impedir un ataque francés desde los picos. A Pablo le había tocado alinearse en el ala derecha de un contingente de seiscientos hombres, buena parte de ellos voluntarios, organizados en tres grupos en las laderas de Sierra Cebollera junto a la cascada del río Duratón, con el desfiladero a la izquierda y el alto de Somosierra detrás, donde se concentraba el grueso de las fuerzas leales. A la caída de la tarde habían podido ver a los franceses desplegarse abajo con sus enseñas y sus tiendas, justo al principio del desfiladero.

Antes de clarear se escucharon las primeras descargas, lejanas de momento. Las líneas avanzadas de los gabachos debían de haber iniciado la ascensión por el desfiladero, y los guerrilleros apostados en la parte baja de la pendiente los hostigaban según lo previsto. Durante un tiempo, los disparos se hicieron nutridos, pero se espaciaron poco a poco hasta que solo se escuchó el sonido ocasional de las desorientadas aves madrugadoras que aún no se habían decidido a escapar de un lugar tan poco propicio. Todos se habían puesto en pie, y un sexto sentido se avivó en Pablo y en cada uno de sus compañeros, intentando descubrir entre la niebla lo que ni vista ni oído podían determinar. El sargento recorrió las posiciones y ordenó a la primera fila mantenerse rodilla en tierra. El día se desperezaba con lentitud, y la cerrada negrura dejaba paso a un gris velado que anunciaba entre sus deshilachados filamentos un tiempo eterno.

Fue como la aparición de una manada de espectros. A menos de diez metros, una fila de cazadores de la Guardia Imperial ascendía penosamente el repecho. El sargento ordenó disparar a la primera línea con un grito que debió de escucharse en lo alto del paso. Pablo Cañas obedeció imitando el alarido de su jefe y vio a los gabachos retroceder, tanto por la potencia de fuego como por la sorpresa, dejando tras ellos un rastro de cuerpos malheridos y quejumbrosos entre los matorrales. Otras andanadas se escucharon a cierta distancia y todos supieron que la batalla estaba abierta. No hubo tiempo para el respiro; mientras recargaban sus armas, aquella presencia oscura volvió a surgir de entre la niebla y sus disparos causaron las primeras bajas alrededor. Una nueva descarga de los defensores provocó una carnicería a pocos metros. Alguien gritó que también llegaban por la izquierda: el grupo defensivo del centro debía de haber sido barrido y estaban a punto de verse rodeados. El sargento ordenó formar en escuadra mientras los atacantes lanzaban una nueva ofensiva que les hizo muchos heridos. Su respuesta provocó otro retroceso en los franceses, pero el sargento sabía como ellos que la superioridad enemiga los aplastaría en la siguiente oleada. Solo había dos posibilidades: una retirada pendiente arriba con el fuego enemigo a sus espaldas, o intentar romper sus líneas. Tenía que elegir entre una necedad y una locura. Ordenó calar bayonetas y cargar cuesta abajo.

Los franceses retrocedieron ante la avalancha de un escaso centenar de fieras que galopaban dispersas y gritaban como endemoniados, disparando o acuchillando entre la débil espesura. Algunos atravesaron la desorganizada formación atacante, pero la sorpresa duró poco y varias descargas se...