Search and Find

Book Title

Author/Publisher

Table of Contents

Show eBooks for my device only:

 

Postales del joven Moss - Vuelta al Mundo Exterior

of: Alexander Benalal

La Línea Del Horizonte Ediciones, 2015

ISBN: 9788415958291 , 281 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Price: 12,99 EUR



More of the content

Postales del joven Moss - Vuelta al Mundo Exterior


 

8. IRKUTSK, BAIKAL


Hola amigos:

Como se veía venir, no aguantamos los siete días —esto es lo que lleva hacer nueve mil y pico kilómetros— de tren y decidimos parar en Irkutsk, capital de Siberia Oriental, desde donde Alexandr nos dijo que podríamos luego seguir hacia Vladivostok —que es adonde se dirigía él— o tomar el «transmongoliano» que iba a «China» pasando por «Mongolia».

—¿China? ¿Mongolia?

—Sí —con el dedo índice hizo una suerte de mapa en el aire y añadió—: Kazajistán, China y, aquí, Mongolia —y repitió—. Mongolia. Ulán Bator.

Francamente, no sé dónde se encuentran esos sitios ni si son parte de Россия, pero hice como si me diese por enterado de lo que me decía y, para no alargar más la situación, murmuré:

—Mmmm.

A lo que Ito, no muy proclive a intentar aparentar juicio en trances de plena ignorancia, y tratando de evitar que se repitiese la confusión que nos llevó a meternos varios días en un tren, dijo:

—Alexander, ¿a qué te refieres con esas palabras?

Pero, por mucho que lo intentó, no logró esclarecerlo. «¿Ves?», le dije entonces yo con la mirada, fingiendo que en mi actitud había una practicidad que ella no había sabido ver.

Acto seguido nos despedimos de Alexander, y ese momento, la verdad, fue entrañable. Uno le coge un enorme cariño a alguien con quien comparte casi cuatro días, sardinas y manzanas en un vagón de tren —y que además se baja al andén a comprar cosas para que pruebes—. Ito lloró —llora mucho, ya lo sabéis, sobre todo con la gente a la que toma cariño—. Yo la observé llorar. Afortunadamente, el tren tenía que seguir, así que la demostración de afecto —que es algo hermoso pero triste— no duró demasiado. Lo que sí duró, sin embargo, fue la impresión que nos causó, al bajarnos del tren, el ver cómo en el horizonte ya despuntaban las primeras luces del alba.

—¡Pero si es la una y pico de la mañana! —exclamé, incrédulo.

A lo que Ito, atenta a todos los detalles, señaló el reloj de la estación y dijo:

—Pues ahí pone las seis y veinte.

Nos quedamos en silencio. ¿Las seis y veinte? ¿Cómo podía ser? Evalué y traté de explicar aquello. ¿Cómo era posible que en el tren fuese algo más de medianoche y en su exterior estuviese amaneciendo?

—Veamos —discurrí, esforzándome por mantener la calma—. ¿Qué hora marcaba el reloj del tren?

Ito dudó.

—Yo la última vez que lo miré eran las once y media y estábamos en el compartimento —dije.

—Ajá.

—Luego cenamos y fui al servicio, ¿te acuerdas que te dije que me costaba orinar?

—Sí.

—Y después leí un rato. ¿Qué fue todo eso?, ¿cosa de cuarenta minutos, cincuenta?

—Así es, más o menos eso.

—¿Y qué hora era cuando el revisor pasó a avisarnos de la parada?

—No debía ser más de la una.

—Y al instante bajamos, ¿no?

—Sí. Quince o veinte minutos después. Treinta a lo sumo.

—¡A lo sumísimo!

—Sí, a lo sumísimo

—¿¿Y entonces?? ¿¿Cinco horas tardamos en bajar las escaleras??

—No creo —dijo Ito—. Supongo que la diferencia de hora se deberá a algún tipo de corrección.

—¿¿De corrección?? ¡Pero qué dices, cariño! Aquí ha pasado algo y, o ha sido un salto temporal, y ya sabes lo que pienso yo de los saltos temporales, o alguien nos ha hurtado el tiempo.

En fin, volví a reconstruir la cadena de acontecimientos y a sopesar todos los posibles factores de aquel enigmático suceso, pero nada arrojó luz sobre mi pasmo.

—Francamente, me parece algo increíble —dije.

Tras intentar calcular lo dramático de la pérdida —tiempo, preciado tiempo—, añadí:

—E indignante. ¡Indignante!

Aún nos quedamos ahí un rato, diez o quizá quince minutos, hasta que, finalmente, ya con el amanecer tomando cuerpo, Ito me dijo:

—¿Nos vamos a quedar aquí mucho más tiempo, Moss?

—¿Cómo?

—Que si nos vamos… Ya llevamos media hora aquí.

Aquello hizo que saliese de mi letargo:

—¿De verdad?

Ito asintió con evidente cara de fastidio.

—Pues entonces vámonos ya, cariño, que una cosa es no haber tenido noche por algún motivo desconocido y otra muy diferente hacer el tonto a sabiendas y a la luz del día.

Y decidimos marcharnos. Eso sí, dejadme que os confiese una cosa: nos marchamos, sí, pero yo no olvidé la afrenta que habíamos sufrido y, como creer en los saltos en el tiempo me ha parecido siempre una superstición, mientras Ito trataba de buscar el camino al centro de la ciudad y me iba guiando en silencio, me convencí de que lo sucedido era obra del Hombre y, concretamente, de uno: el revisor del vagón. ¿Que por qué? Pues muy fácil: porque él nos había acompañado a la salida y bajado las escaleras con nosotros. Y porque él, único custodio de la ley en nuestra parte del tren, parecía siempre obsesionado con «ganar tiempo» en cada parada. ¡Ja! ¡Ganar! ¡Ese no sabe la sutil pero esforzada diferencia que hay entre hacerse acreedor de algo a base de trabajo y sustraérselo a los demás! ¡Y encima en horario laboral y de uniforme! «¡Un ladrón, eso es lo que es!», pensé. «¡Un ladrón!». Y como, según caminaba detrás de Ito, me iba hirviendo más la sangre, acabé por gritar en plena calle:

—¡Yo maldigo al revisor!

—¿Pero qué dices? ¿A quién dices que maldices? —preguntó ella, parándose asustada.

—¡¡¡¡Al revisoooooorrrrrrr!!!!

En fin, monté una escandalera tremenda y, sólo después de muchos «tssss», Ito logró acallarme. Pero bueno, no quiero perder más minutos hablándoos de usuras y escándalos si os puedo contar nuestra experiencia en Irkutsk, así que, desde ahora, en esta postal olvidaré a los ladrones de tiempo —¡yo los maldigo!— y me centraré en lo bueno de nuestra vivencia. Y lo bueno de nuestra vivencia fue, en primer lugar, que Ito y yo entramos en Irkutsk como dos forasteros que llegan a una ciudad mientras ésta se levanta. El centro, a esa hora, se hallaba prácticamente desierto. Limpiadores de basura, un primer coche aquí, otro allí… Íbamos como dos césares —esto lo digo porque en el Mundo Exterior hubo un tal César que, por lo visto, vendría a ser el equivalente de nuestro Julio Glll— por en medio de la calle, admirados por los enormes contrastes de los que aparentaba estar hecho ese lugar: calles asfaltadas conviviendo con caminos de arena, viejos pero señoriales empedrados con profundos fosos... Y eso por no hablar de los edificios: algunos enormes y grandiosos pero abandonados; otros ruinosos, o incluso pequeñas chabolas hechas de tablones y placas de metal.

—¿Has visto qué curioso es todo? —advirtió Ito.

Asentí.

No tardamos en encontrar un hotel y, como estaba bien localizado, entramos y le pregunté a la recepcionista:

—¿Tienen sitio?

—Da.

—¿Para dos?

—Da.

—¿Un matrimonio?

—Da.

—¿De Gllls?

—Da.

—¿Que llegan a las seis y pico de la mañana?

—Da.

—Pues bien, esos dos somos nosotros y si no es muy cara la tomamos.

—?

—La habitación. Que la tomamos. ¡La tomamos!

—?

En fin, no tardamos en arreglar los detalles y, como la recepcionista nos indicó que la entrega de llaves —por la que se transmite la posesión temporal de las habitaciones de hotel— no podía tener lugar hasta el mediodía, dejamos ahí el equipaje y volvimos a salir a la calle. Estábamos muertos de sueño; pero de pronto nos dimos cuenta de que, en apenas unos instantes, las aceras se habían llenado de gente, y ese nuevo estímulo nos animó, así que vagamos por ahí un buen rato, descubriendo que los contrastes que habíamos notado apenas un rato antes en las construcciones se daban también entre los habitantes de Irkutsk. Y es que Irkutsk —¡cómo me gusta decir esa palabra! Es absurdo, lo sé, pero se me llena la boca. Mirad: Irkutsk. Santo cielo, qué maravilla—, Irkutsk es como una intersección de individuos de todas las clases, facciones y estilos, en la que parecen convivir prósperos y necesitados, blancos y más morenos, rusos, extranjeros… De hecho, quizá sean esos contrastes los que aportan valor a la población, porque cosas que ver hay pocas, la verdad. Nosotros, al final, sólo estuvimos un día; pero, para que os hagáis una idea, en el mapa de Irkutsk viene marcado como punto de interés una máquina que, accionada por una persona mediante una clave, le da el dinero que él previamente ha depositado ahí. Ito y yo —que por supuesto hemos ido a ver tal punto y a fotografiarnos con él— lo hemos discutido, y ella cree que el hecho de que un artefacto tan terrenal —lo llaman «cajero automático»— venga recogido en el mapa no se debe a que constituya un enorme logro o esté imbuido de algún simbolismo. No. Según Ito, tal cosa está en el mapa porque, no habiendo suficientes monumentos, probablemente alguien haya decidido dar cabida a la practicidad en su esquema de Irkutsk —me hechiza ese nombre: Irkutsk, Irkutsk, Irkutsk, Irkutsk—. Pues bien, quizá tenga razón; pero, francamente, es decepcionante. Si lo que dice es verdad, yo, en lugar de glorificar ese punto en el atlas de la ciudad, hubiera destacado...