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El último Napoleón

of: Carlos Roca González

Nowtilus - Tombooktu, 2011

ISBN: 9788499671635 , 320 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 8,99 EUR



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El último Napoleón


 

Introducción


El 1 de junio de 1879 Napoleón Luis Eugenio Juan José Bonaparte, único hijo legítimo del emperador Napoleón III y la emperatriz de origen español Eugenia de Montijo, cayó muerto como consecuencia de las 18 heridas de lanza que había recibido, todas ellas en la parte frontal de su cuerpo, por parte de una avanzadilla del Ejército zulú. Con él desaparecieron las últimas aspiraciones bonapartistas con alguna posibilidad real de recuperar el trono de Francia.

Los nativos que acabaron con la vida de este valiente joven pertenecían al pueblo más conocido de África. Su fama de guerreros ha trascendido sus propias fronteras, gracias también a su cultura y tradiciones, transmitidas oralmente desde hace más de cuatrocientos años, lo que les otorga un protagonismo destacado en la historia de África y de la humanidad en su conjunto. La poesía, la música o el baile zulúes, junto a otras expresiones culturales y artesanales, los han puesto en un lugar preeminente. Pero, sobre todo, la influencia de la guerra en este pueblo tan militarizado desde la niñez es lo que ha contribuido decisivamente a su notoriedad mundial desde el siglo XIX hasta la fecha.

La guerra que los zulúes mantuvieron contra los regimientos de la reina Victoria durante siete meses y el impacto que eso tuvo en su momento en la opinión pública han cautivado desde entonces a varias generaciones ávidas de conocer los detalles de esta temida y poderosa tribu africana. Paradójicamente, su propio poder, al que los colonialistas blancos temían hasta extremos paranoicos, fue lo que marcó el fin de su imperio, fundado por el rey zulú Shaka, a quien curiosamente se llamó, por sus cualidades militares, el Napoleón africano.

A finales de la década de los años setenta del siglo XIX, la presencia de unos 40.000 guerreros zulúes dependiendo de la voluntad de su rey —que era presentado injustamente como un tirano— terminó convirtiéndose en una amenaza latente para la paz en África austral, o al menos así lo consideraron aquellos que le declararon una de las primeras guerras preventivas conocidas de la era moderna y que tuvo trágicos resultados. Finalmente, los zulúes fueron dominados gracias a la tecnología del hombre blanco, pero al costo de más de 2.000 casacas rojas y aliados muertos y, sobre todo, 10.000 zulúes que nunca más volvieron a sus hogares. Todo esto sólo habría constituido una más de las grandes campañas militares del Imperio británico mientras duró el reinado de Victoria, si no fuera porque en ese tiempo sufrieron la más severa derrota colonial producida por tropas nativas y el dramático suceso de la muerte de Luis Eugenio.

La muerte estéril e infructuosa del joven príncipe no afectó al desarrollo de la guerra, pero su trágico final despertó en Europa entera un enorme interés y una grandísima aflicción y solidaridad con su madre. Francia en particular quedó conmocionada cuando supo lo ocurrido; hasta los republicanos se llegaron a preguntar cómo era posible que tan lamentable suceso hubiera acontecido. Su intempestiva muerte generó durante un tiempo una corriente de opinión favorable a la causa bonapartista, aunque tímidamente entre los periódicos republicanos. La mayoría de los franceses no quería abandonar la república y su democracia, pero la pérdida sufrida por los bonapartistas generó nuevas simpatías hacia ellos. Se decía que en su testamento político, Napoleón III había dejado escrito que, en caso de fallecimiento de su hijo, le sucediera su sobrino Víctor, un joven de diecisiete años, nieto de Jerónimo Bonaparte. Pero todos, republicanos y monárquicos, sabían que la dinastía imperial, al menos en su determinación y opciones, había acabado cuando el príncipe imperial exhaló su último aliento bajo las azagayas zulúes.

La presencia de un Napoleón en Inglaterra y, más concretamente, en una de sus academias militares —Woolwich—, de la que salió como teniente de artillería, aunque sin destino, fue también en su momento un motivo de controversia. Todavía vivían algunos de los veteranos de las campañas napoleónicas y una pequeña parte de la sociedad, sobre todo la londinense, veía con cierto resquemor la presencia de la desterrada familia imperial en suelo británico. A pesar de ello, consiguieron el aprecio de la mayoría de la gente y, especialmente, Luis Eugenio se convirtió en alguien singular ganándose, sobre todo con su muerte, un enorme respeto, además de apelativos como «el invitado de nuestro Ejército», «un joven encantador y delicado», «se hizo un hombre en Inglaterra», «un joven prometedor», etc.

En el fondo, su ilustre apellido fue más un problema que una bendición para él, ya que se sintió en la necesidad de calmar el hambre de gloria que este suponía. Su padre había levantado el Segundo Imperio francés, más por el manto y prestigio adicional que le proporcionaba ser un familiar de Napoleón Bonaparte que por sus propios méritos, por lo que el Segundo Imperio terminó siendo más un espejismo que una realidad, con un representante que carecía del genio de su antecesor. En el mejor de los casos, una gloria falsa y efímera fue lo que heredó este muchacho y, de alguna manera, su única posibilidad de poder adquirir algo de prestigio era demostrándose a sí mismo, y sobre todo a la Francia republicana, que en caso de una remota restauración, como mínimo tendrían al frente a un hombre valiente. El valor, inculcado en él desde la niñez y en todos los órdenes de su existencia, fue su principal objetivo y, ciertamente, lo demostró dando su propia vida.

Con el paso de los años, el conflicto con los zulúes y, con él, la propia muerte de Luis Eugenio —salvo para algunos apasionados de la historia— fue olvidándose, hasta que, en 1963, el tema adquirió una renovada notoriedad con el estreno de la película Zulú, protagonizada por Stanley Baker y Michael Caine. Basada en una de las grandes batallas de la guerra contra los zulúes, concretamente el ataque a la estación misionera de Rorke’s Drift, se convirtió en una de las películas más taquilleras de la historia del cine de aventuras y en un clásico del séptimo arte que todavía resulta enormemente agradable de ver. Con una ambientación casi perfecta, y un rodaje a caballo entre Inglaterra y Sudáfrica, la película narra con extraordinaria credibilidad el valor de los zulúes en el ataque y la heroica defensa de un puñado de casacas rojas.

La película Zulú consiguió captar nuevamente el interés mundial por lo que realmente ocurrió en África del Sur y, con ello, de manera colateral, el triste acontecimiento de la muerte del príncipe imperial. Las nuevas investigaciones de finales del siglo xx y principios del XXI han sacado a la luz mucho de lo acontecido y cómo la guerra contra los zulúes consiguió la caída del Gobierno de Benjamín Disraeli. Nadie, ni en la peor de sus pesadillas, hubiera imaginado que los zulúes, a los que se consideraba por entonces poco menos que un pueblo de salvajes anclado en el Neolítico, fueran capaces de acabar con varias compañías de la mejor infantería del mundo. Las noticias de la gran victoria zulú en la batalla de Isandlwana, acontecida el miércoles 22 de enero de 1879 a los pies de la colina del mismo nombre, que supuso la pérdida de 1.329 oficiales y soldados de las tropas coloniales, no llegaron a Londres hasta la noche del 10 de febrero del mismo año. En ese momento, Inglaterra estaba de nuevo involucrada militarmente en Afganistán y se temía que el conflicto pudiera desembocar en una nueva guerra contra Rusia, como ya había ocurrido en Crimea. El posterior suceso de la terrible muerte del joven príncipe imperial en el exilio, que inicialmente se había unido a la campaña meramente como observador, fue la puntilla final para un Gobierno profundamente desgastado por la guerra; por ello, la opinión pública terminó retirando su confianza a los conservadores, que perdieron las siguientes elecciones.

La muerte de Luis Eugenio Bonaparte nunca habría ocurrido si el alto mando británico hubiera tomado todas las medidas de precaución para su conveniente protección, como así fue solicitado por el duque de Cambridge a lord Chelmsford. Pero ¿es posible que los británicos desearan que nunca más un Napoleón volviera a sentarse en el trono de Francia? ¿Tomó lord Chelmsford, como comandante en jefe de las fuerzas de su majestad desplegadas en Zululand, todas las medidas necesarias o deliberadamente omitió alguna de ellas, participando quizá de un complot oculto? ¿Es posible que la silla de montar que se le había roto al príncipe el día anterior fuera mal reparada con la clara intención de que se cayera de su caballo? Muchas de estas preguntas fueron hechas en su momento y algunas todavía continúan sin respuesta. Adéntrese en algunas de las incógnitas que la sociedad británica y francesa plantearon en su momento y, a través de la narración de los hechos, conozca lo que realmente ocurrió en ese remoto rincón del mundo cuando un joven de 23 años, en la flor de la vida, se enfrentó solo a siete guerreros zulúes, lo que, probablemente, cambió el destino de Europa para siempre. Esta es la historia, trágica y heroica, de los hechos que condicionaron su vida: la Francia revolucionaria, el espejismo del Segundo Imperio, la vida de la familia imperial en la ciudad de la luz, el drama del destierro en Inglaterra, los acontecimientos que llevaron a la guerra contra los zulúes y, por último, el cauce seco de un perdido rincón de África austral, donde, bravamente, el último Napoleón murió sin dar nunca la espalda a sus enemigos.

El autor desea mostrar su especial agradecimiento a la...