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Cuentos y relatos libertinos

of: Voltaire, Godard de Beauchamps, Claude de Crébillon, Godard d'Aucour, Voisenon, Guillard de Servigné

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498415940 , 784 Pages

Format: ePUB

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Price: 9,99 EUR



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Cuentos y relatos libertinos


 

Prólogo


En siglo y medio, práctica y aproximadamente el que transcurre desde poco antes de mediados del siglo XVII hasta 1789, cuando la Revolución francesa acaba con el Antiguo Régimen y su sistema de valores sociales y religiosos, el término libertin amplía su significación. Hay que remontarse en la historia de la lengua para precisar esa evolución de las acepciones del término, que el francés recupera en el siglo XVI para ir cargándose poco a poco con mayor carga semántica. Esa ampliación ya estaba latente en el origen latino, al que resulta obligatorio remitirse si queremos desenmarañar la complicada madeja que ha terminado por definir al libertino como «hombre de costumbres depravadas», confundiendo un término religioso con la libertad sexual y dándole un sentido peyorativo que procede y se impone durante el siglo XVIII, pues simplificando y acusando al adversario de costumbres depravadas no hay que someter a debate la primera acepción del término.

El latín había dado el nombre de libertinus al hijo del libertus, o esclavo manumitido por su amo; a pesar de esa manumisión, el libertus no es un hombre libre, y, según el derecho romano, se opone al que verdaderamente lo es, el ingenuus. Es, por tanto, la segunda generación de los que habían sido esclavos la que lleva el nombre de libertinus, que, como libertus, no tardó en caer en desuso; de cualquier modo, tanto el liberto como el libertino no saben usar, según los textos latinos, la libertad de que gozan y ambos parecen conservar socialmente una mancha original; pervive en ambos términos, liberto y libertino, una connotación peyorativa que no tarda en pasar de lo civil a lo religioso. En los Hechos de los Apóstoles (VI, 9) se califica de libertinos1 a los judíos que disputan con el diácono Esteban oponiéndose a sus enseñanzas; durante la Edad Media, además de ese sentido de liberado, tiene otro: «esclavo sarraceno convertido al cristianismo»; pero en este caso servía para definir a un «liberado» de una falsa religión. Pero el vocablo pasa por una etapa de olvido y es Calvino quien lo recupera al titular uno de sus tratados Contra la secta fantástica y furiosa de los libertinos que se llaman espirituales (1545), entendiendo por tales a los que denuncia por herejes: los anabaptistas, que se sienten con la capacidad de pensar libremente y tachar a las religiones reveladas de imposturas; con «violencia teológica» y blasfema, los anabaptistas y su «banda» niegan el pecado, según Calvino, y predican la comunidad de bienes, de donde se deriva una libertad de costumbres que rompe las convenciones y normas de cualquier orden establecido: «una bella doctrina para putas y rufianes», propia de ateos y de materialistas, según Guillaume Farel (1550). El saco de significación del término va engrosándose, pero a partir de ahora se carga de un sentido peyorativo y, demonizado, se emplea a mala parte: lo demuestran sus sinónimos: impío, incrédulo, ateo, disoluto, depravado, licencioso, desvergonzado...2

Así nacen a mediados del XVI, durante los enfrentamientos religiosos, las dos líneas de significado de libertino; entre los protestantes primero; luego, en la segunda mitad del siglo, entre los católicos, con esa doble línea de interpretación. Cuando el concilio de Trento (1545-1563) endurezca la ortodoxia, los libertinos volverán a ser considerados desde el prisma civil, dada la vinculación de catolicismo y absolutismo: el dogma sostiene al César y éste se siente atacado cuando se ataca a la religión. No tardará en olvidarse la distinción hecha por Calvino ni en hacer frente común ambas confesiones, católica y protestante, para arremeter contra los «libertinos y ateístas» que desprecian por un lado las leyes y normas de vida cristiana y rinden culto por otro a la sensualidad.

Los calificativos se suman: gentes sin Dios, «dudadores» o pirronianos, epicúreos..., al par que aumentan los procesos y la represión, sobre todo a partir de la ejecución de Lucilio Vanini, estrangulado y quemado vivo en Toulouse en 1619 después de serle arrancada la lengua, convicto de blasfemia, corrupción de costumbres, impiedad, ateísmo y brujería3. Durante la segunda mitad del siglo XVII sobre todo, la aristocracia francesa y sus hijos aprovechan su poder económico y su posición social para lanzarse a excesos de una sexualidad sin obstáculos, mientras los pensadores del siglo sedimentan un materialismo inspirado en Epicuro y en Demócrito: por ejemplo, Cyrano de Bergerac (El otro mundo: Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna y del Sol, 1650-1652), o el poeta Théophile de Viau4. Desde Vanini, los filósofos de finales del siglo XVI se dedican a denunciar la falsedad de las religiones reveladas y de los textos sagrados, en especial de la Biblia, negando, con los nuevos conocimientos científicos en mano, los milagros, las cronologías... François de La Mothe Le Vayer –médico a cuyo círculo de amistades perteneció Molière– y Gassendi amplían los puntos de vista de los «ateos» del Renacimiento: Vanini, Giordano Bruno o Pomponazzi. Es en ese momento cuando los acusadores eclesiásticos, y en concreto el padre Garasse, acuñan las imágenes que durante el siglo XVII utilizarán sus sucesores para atacar a la novela libertina: ateos, impúdicos, lobos rapaces...

A finales del siglo XVII se produce un cambio que trata de separar religión y moral, libertinaje de pensamiento y libertinaje de costumbres5. Mientras el primero exige una libertad de pensamiento que se convertirá en piedra angular de los «filósofos» ilustrados, el segundo se entrega a una libertad sensual que, inspirada en la libertad de pensamiento, es más una práctica vital que una filosofía. Eliminando barreras y arremetiendo contra tabúes y prohibiciones sexuales, el siglo XVIII llevará al límite último esa práctica.

Si el libertino, en su doble vertiente de incredulidad en materia de religión y de depravación de costumbres, existe durante el reinado del Rey Sol, incluso entre miembros de la familia real, los años de sombra impuestos por el rigor religioso de Mme. de Maintenon en la última etapa del reinado provocan un irrefrenable estallido de vida con el cuerpo del monarca todavía caliente: el cortejo fúnebre que en septiembre de 1715 lleva el cadáver de Luis XIV al cementerio de Saint-Denis es despedido por las calles con cantos y bailes del pueblo; y nada más hacerse cargo de la Regencia, Felipe d’Orléans gira en dirección contraria el timonel del Estado; a los lutos impuestos sucede en un abrir y cerrar de ojos la reapertura de los bailes prohibidos, el llamamiento a los Comédiens Italiens, expulsados por una Maintenon que se creyó ridiculizada en una de sus obras, un nuevo sistema de finanzas que el banquero Law organiza sustituyendo el metálico por papel moneda –no tardará en descubrirse como un desastre que pone al borde de la quiebra al Estado, y que tuvo por fruto depravar «las imaginaciones» tras la lluvia de billetes de banco sin respaldo suficiente de la Banque Générale que inundó París, y, por último, un sistema de vida donde el carpe diem lo predica con su ejemplo el propio Regente, mientras un abate, convertido en cardenal, Dubois, bendice los nuevos modos de vida y como preceptor enseña al rey casi niño los fundamentos del libertinaje.

En ese momento, libertin se descarga de buena parte de su contenido de rebeldía religiosa para significar, sobre todo, sensualidad, búsqueda de placer; de ahí a la depravación, al frenesí del erotismo y del sexo no había más que un paso que los diccionarios señalan: poco años más tarde la Enciclopedia comenta, por ejemplo, en el artículo libertinage: «Es el hábito de ceder al instinto lo que nos lleva a los placeres de los sentidos; no respeta las costumbres, pero no aparenta enfrentarse a ellas; [...] está a medio camino entre la voluptuosidad y la depravación». Diderot, que firma el articulo voluptueux, quiere matizar las partes negativas: voluptuoso es «el que ama los placeres sensuales», y los que defienden doctrinas austeras que niegan «la multitud de objetos que nos rodean y que están destinados a conmover esa sensibilidad de cien maneras agradables» son unos atrabiliarios a los que habría que encerrar en casas de locos, pues «creen honrar a Dios mediante la privación de las cosas que ha creado».

Desde esa fecha, el libertino no sólo ejerce sus pasiones, sino que las exhibe: el placer, convertido en nuevo dios y única meta de la existencia, se apodera de Versalles y de la Corte sobre todo, pero el clima está dado y, lentamente, va a inundar a partir de 1720 a toda la sociedad. Nacen o se abren, dentro del espacio público, bailes y óperas, salones y tocadores, por donde navegan petimetres a la caza de cortesanas o de «mujeres del mundo», y donde se despilfarra una suntuosidad hecha de regalos de diamantes y porcelanas como peones de las partidas de amor: uno de esos peones, la petite maison, se generalizará andando el siglo entre la alta aristocracia siguiendo el modelo que a sus imaginaciones ofrecía Luis XVI: el monarca mantiene una casa donde aloja muchachas para su disfrute en el Parc-auxCerfs, «nombre hecho para echar a volar la imaginación y que, a pesar de todas las precauciones tomadas, en breve plazo se convertiría en símbolo de la torpeza moral del Cristianísimo Rey»6. La bancarrota...