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Viajes con una burra por los montes de Cévennes

of: Robert Louis Stevenson

Baile del Sol, 2015

ISBN: 9788416320257 , 126 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 3,99 EUR



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Viajes con una burra por los montes de Cévennes


 

El alto de Gevaudan


También allí el trayecto fue muy fatigoso por la suciedad y la pobreza. Sin que hubiera en todo el territorio ni siquiera una posada o casa avituallada donde refrescar al debilitado.

El progreso del peregrino

Un campamento en la oscuridad

Al día siguiente (martes 24 de septiembre) eran ya las dos de la tarde cuando terminé de escribir en mi diario y tuve la mochila preparada, pues estaba resuelto a llevarla para no tener en el futuro nada más que ver con cestas, y media hora después partí para Le Cheilard l'Eveque, un lugar en las márgenes del bosque de Mercoire. Me dijeron que un hombre andando podía llegar allí en hora y media; y pensé que no era demasiado ambicioso suponer que, aun con el impedimento de una burra, se pudiera cubrir la misma distancia en cuatro horas.

Durante todo el trayecto de subida por la extensa pendiente desde Langogne se alternaron la lluvia y el granizo. El aire continuaba refrescando gradualmente. Multitud de presurosas nubes —unas arrastrando cortinas de lluvia, otras espesas y luminosas como prometiendo nieve— aparecieron velozmente desde el norte y me siguieron por el camino. Pronto me hallé fuera de la cuenca cultivada del Allier, y lejos de los bueyes que araban y demás vistas de la zona. Ciénaga, brezal, marisma, tramos de roca y pinos, bosque de abedules enriquecidos por el amarillo otoñal, de vez en cuando unas casitas sencillas y unos campos inhóspitos, tales eran los elementos característicos de la región. Monte tras monte y valle tras valle, los pequeños senderos pedregosos verdes del ganado se entrecruzaban, se dividían, y acababan sucumbiendo en las depresiones pantanosas, para reaparecer esporádicamente en las laderas o bordeando un bosque.

No había una ruta directa a Cheylard, y no era asunto fácil abrirse camino por aquella región agreste y en aquel intermitente laberinto de senderos. Serían alrededor de las cuatro cuando di con Sagnerousse y proseguí la marcha celebrando contar con un seguro punto de partida. Dos horas después, en una tregua del viento, mientras iba anocheciendo rápidamente, emergí de un bosque de abetos por el que había estado deambulando para encontrar, no el pueblo que buscaba, sino otro terreno pantanoso entre abruptas colinas. Un rato antes había oído por delante de mí un sonido de cencerros, y ahora, al salir de los bordes del bosque, vi en las proximidades algo así como una docena de vacas y tal vez otras tantas siluetas oscuras que conjeturé eran de niños, aunque la bruma exageraba sus formas hasta hacerlas casi irreconocibles. Uno detrás de otro, giraban silenciosamente en círculo, ora tomados de la mano, ora rompiendo la cadena con reverencias. Una danza infantil invoca pensamientos muy inocentes y animados, pero a la caída de la noche en la marisma la cosa resultaba algo misteriosa y extravagante de ver. Hasta yo, que estoy bastante al día en Herbert Spencer, sentí por un momento posarse sobre mi mente una especie de silencio. Lo siguiente fue azuzar a Modestina y conducirla por campo abierto como a una nave difícil de controlar. Recorriendo un sendero, ella avanzaba obstinadamente por su cuenta, pero una vez sobre la hierba o en un brezal, el animal enloquecía. La tendencia del viajero perdido a andar en círculos estaba desarrollada al máximo en Modestina, y hube de acudir a toda mi capacidad de conducción para mantener por lo menos un curso decentemente recto.

Mientras yo iba así dando bordadas desesperadamente por el tremedal, infantes y ganado comenzaron a dispersarse, hasta que sólo quedaron atrás un par de niñas. A ellas les pedí que me orientaran. Los campesinos en general se mostraban escasamente dispuestos a dar consejo a un caminante. Hubo un viejo que al acercarme yo, simplemente se encerró en su casa, e hizo oídos sordos a mis golpes a su puerta y a mis gritos. Otro, después de indicarme una dirección que, según supe después, entendí mal, se quedó tan campante y sin añadir palabra al verme coger la dirección errónea. ¡Le importaba un comino que me pasase la noche vagando por las colinas! En cuanto a aquellas dos niñas, eran un par de insolentes guarras maliciosas, sin otro pensamiento que el de hacer daño. Una me sacó la lengua, la otra me dijo que siguiera a las vacas; y las dos reían tontamente y se daban con el codo. La Bestia de Gevaudan se comió cerca de un centenar de niños en la región; yo empecé a cobrarle simpatía.

Alejándome de las niñas, retomé la marcha por el tremedal, y di con otro bosque y un camino bien marcado. Cada vez estaba más oscuro. Modestina, que súbitamente empezó a oler que las cosas no iban bien, incrementó el paso por su cuenta, y a partir de entonces no me dio ningún problema. Era la primera señal de inteligencia que tenía ocasión de notar en ella. Al mismo tiempo, el viento se iba convirtiendo casi en vendaval y otra pesada descarga de lluvia llegaba desde el norte. Al otro lado del bosque divisé en la penumbra unas ventanas rojas. Era el poblado de Fouzilhic, tres casas en una ladera, próxima a un bosque de abedules. Allí conocí a un anciano encantador, que me acompañó un breve trecho bajo la lluvia para situarme de forma segura en el camino a Cheylard. No quiso oír hablar de recompensa alguna; agitando las manos por encima de la cabeza como amenazándome, la rechazó a voces, expresándose con locuacidad y totalmente en patois.

Por fin todo parecía en orden. Mis pensamientos empezaron a concentrarse en una cena y un hogar encendido, y el corazón se me ablandó agradablemente en el pecho. Pero ¡ay!, ¡estaba a punto de afrontar nuevas calamidades! De pronto cayó abruptamente la noche. He estado a la intemperie en muchas noches oscuras, pero jamás en una más negra. Un destello en las rocas, un atisbo del camino allí donde estaba más batido, una cierta densidad aterciopelada, o noche en la noche, en el lugar de un árbol: eso era todo lo que podía discernir. Arriba el cielo era oscuridad pura, hasta las voladoras nubes proseguían su camino invisibles para el ojo humano. Con el brazo estirado, no era capaz de distinguir entre mi mano y el camino, ni a igual distancia la picana, del terreno o del cielo. Pronto el camino por el que iba se dividió, como es habitual en la región, en tres o cuatro. Dado que Modestina había mostrado predilección por los caminos trillados, en esta ocasión confié en su instinto. Pero el instinto de un asno es el que cabe esperar de tal nombre; al medio minuto la burra estaba dando vueltas y vueltas entre unos riscos, tan perdida como es posible imaginar. Yo habría acampado mucho antes si hubiera estado adecuadamente provisto, pero como la etapa iba a ser tan corta, no había llevado vino ni pan para mí, y poco más de una libra del suyo para mi amiga. Añádase a esto que Modestina y yo estábamos generosamente empapados por la lluvia. Pese a todo, si en aquel momento hubiera hallado un poco de agua, habría acampado de inmediato. Pero al carecer por completo de ella, excepto en forma de lluvia, decidí regresar a Fouzilhic a pedir un guía para el pequeño tramo de camino que me faltaba: «Lleva un poco más adelante tu mano guiadora»2.

La cosa era fácil de decidir, difícil de lograr. En aquella perceptible negrura estruendosa yo no estaba seguro de nada, aparte de la dirección del viento. Me puse de cara a él. Como el camino había desaparecido, marché a campo traviesa, unas veces por claros pantanosos y, en ocasiones, frustrado por promontorios que Modestina no podía escalar, hasta que tuve una vez más a la vista unas ventanas rojas. Su disposición era diferente esta vez. No se trataba de Fouzilhic, sino de Fouzilhac, un caserío a poca distancia espacial del otro, pero distante un mundo en cuanto al espíritu de sus habitantes. Até a Modestina a una portilla y avancé a tientas, tropezando con piedras, hundiendo media pierna en una ciénaga, hasta llegar a la entrada del poblado. En la primera vivienda iluminada había una mujer que no me abrió. No podía hacer nada, me gritó a través de la puerta, pues estaba sola e impedida, pero si llamaba en la casa vecina, había un hombre que podía ayudarme, si quería.

A la puerta vecina acudieron todos, un hombre, dos mujeres y una niña, trayendo un par de faroles para examinar al caminante. El hombre no tenía mal aspecto, pero su sonrisa era furtiva. Apoyado en la jamba de la puerta, me escuchó exponer mi caso. Lo único que yo pedía era un guía hasta Cheylard.

«C'est que, voyez-vous, il fait noir», dijo él.

Yo le dije que precisamente por eso estaba pidiendo ayuda.

«Lo entiendo», dijo él, al parecer incómodo. «Mais… c'est… de la peine».

Yo declaré que estaba dispuesto a pagar. Él sacudió la cabeza. «Entonces diga cuál es su precio», dije yo.

«Ce n'est pas ça», dijo él finalmente, y con evidente dificultad, «pero no voy a salir de la puerta»: mais je ne sortirai pas de la porte.

Yo me impacienté un poco y le pregunté qué cosa me proponía que hiciese.

«¿Adónde va a ir después de Cheylard?, me preguntó él a modo de respuesta.

«Eso no es cosa suya», repliqué, pues no iba a satisfacer su curiosidad animal; «ni cambia nada en mi presente situación».

«C'est vrai, ça», reconoció él, riendo. «Oui, c'est vrai. Et d'ou venez-vous?».

Hasta alguien mejor que yo se hubiera sentido irritado.

«Oh», dije, «no voy a responder a ninguna de sus preguntas, así que puede usted ahorrarse el hacerlas. Lo que necesito es ayuda. Si no quiere guiarme personalmente, al menos ayúdeme a encontrar a algún otro que lo haga».

«Un momento», exclamó él de...