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Eugenia Grandet

of: Honoré de Balzac

Ediciones Siruela, 2010

ISBN: 9788498414943 , 232 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Eugenia Grandet


 

Al día siguiente, la familia, reunida a las ocho para el desayuno, ofreció el cuadro de la primera escena de una intimidad muy real. La desgracia había unido enseguida a la señora Grandet, a Eugenia y a Charles; la misma Nanon simpatizaba con ellos sin saberlo. Los cuatro empezaron a formar una misma familia. En cuanto al viejo vinatero, su satisfecha avaricia y la certeza de ver marcharse pronto al mirliflor sin tener que pagarle otra cosa que su viaje a Nantes lo volvieron casi indiferente a su presencia en la casa. Dejó a los dos niños, así llamó a Charles y a Eugenia, libres de comportarse como quisieran bajo la mirada de la señora Grandet, en la que por lo demás tenía total confianza en lo que concernía a la moral pública y religiosa. La alineación de sus prados y de las zanjas que lindaban con la carretera, sus plantaciones de álamos junto al Loira y los trabajos invernales en sus pagos y en Froidfond le ocuparon por completo. A partir de ese momento empezó para Eugenia la primavera del amor. Desde la escena nocturna en la que la prima dio su tesoro al primo, su corazón había seguido al tesoro. Sabedores ambos del mismo secreto, se miraban expresando una complicidad mutua que profundizaba sus sentimientos y los volvía más comunes, más íntimos, poniendo a ambos, por así decir, fuera de la vida ordinaria. ¿No autorizaba el parentesco una cierta dulzura en el acento, una ternura en las miradas? Por eso Eugenia disfrutó adormeciendo los sufrimientos de su primo en las alegrías infantiles de un amor naciente. ¿No hay graciosas similitudes entre los inicios del amor y los de la vida? ¿No se acuna a los niños con dulces canciones y amables miradas? ¿No se le cuentan maravillosas historias que doran su provenir? Para él, ¿no despliega incesantemente la esperanza sus radiantes alas? ¿No derrama tan pronto lágrimas de alegría como de dolor? ¿No se pelea por pequeñeces, por unas piedrecillas con las que trata de construirse un palacio móvil, por ramos de flores tan pronto olvidados como cortados? ¿No siente avidez por apoderarse del tiempo, por avanzar en la vida? El amor es nuestra segunda transformación. La infancia y el amor fueron lo mismo entre Eugenia y Charles: fue la pasión primera con todas sus chiquilladas, tanto más cariñosas para sus corazones cuanto que estaban envueltas en melancolía. Debatiéndose en su nacimiento bajo los crespones del duelo, aquel amor no dejaba de estar por otro lado en armonía con la sencillez provinciana de aquella casa en ruinas. Cuando intercambiaba algunas palabras con su prima junto al pozo, en aquel patio mudo; cuando permanecían en aquel jardincillo, sentados en un banco musgoso hasta la hora en que se ponía el sol, ocupados en decirse grandes naderías o recogidos en la calma que reinaba entre la muralla y la casa, como se está bajo las arcadas de una iglesia, Charles comprendió la santidad del amor; porque su gran dama, su querida Annette, sólo le había hecho conocer sus tormentosas conmociones. En ese momento abandonaba la pasión parisina, coqueta, vanidosa y resplandeciente por el amor puro y verdadero. Amaba aquella casa, cuyas costumbres ya no le parecían tan ridículas. Por la mañana bajaba enseguida a fin de poder hablar con Eugenia unos momentos antes de que Grandet viniera a dar las provisiones; y, cuando los pasos del buen hombre resonaban en las escaleras, escapaba al jardín. El pequeño delito de esa cita matinal, secreta incluso para la madre de Eugenia, y de la que Nanon fingía no darse cuenta, imprimía al amor más inocente del mundo la vivacidad de los placeres prohibidos. Luego, cuando después del almuerzo papá Grandet se iba a ver sus propiedades y sus explotaciones, Charles permanecía entre madre e hija sintiendo delicias desconocidas al prestarles las manos para devanar el hilo, al verlas trabajar, al oírlas charlar. La sencillez de aquella vida casi monástica, que le reveló la belleza de aquellas almas para las que la vida mundana era desconocida, lo conmovió vivamente. Había creído que aquellas costumbres eran imposibles en Francia, y sólo había admitido su existencia en Alemania, aunque únicamente como fábula y en las novelas de Auguste Lafontaine96. Muy pronto Eugenia fue pare él el ideal de la Margarita de Goethe, excepto el pecado. En fin, de día en día sus miradas, sus palabras, encantaron a la pobre niña que se abandonó deliciosamente a la corriente del amor; ella aferraba su felicidad como un nadador aferra la rama de sauce para salir del río y descansar en la orilla. Los pesares de una próxima ausencia, ¿no entristecían ya las horas más alegres de aquellas fugitivas jornadas? Todos los días un pequeño suceso les recordaba la próxima separación. Así, tres días después de la marcha de des Grassins, Charles fue llevado por Grandet al Tribunal de primera instancia con la solemnidad que las gentes de provincias prestan a tales actos, para firmar una renuncia a la herencia de su padre. ¡Repudio terrible!, especie de apostasía doméstica. Fue a casa de maese Cruchot para otorgar dos poderes, uno para des Grassins, el otro para el amigo encargado de vender su mobiliario. Luego hubo que cumplir con las formalidades necesarias para conseguir un pasaporte para el extranjero. Por fin, cuando llegaron los sencillos trajes de luto que Charles había pedido a París, llamó a un sastre de Saumur y le vendió su inútil guardarropa, hecho que agradó singularmente a papá Grandet.

–¡Ah!, ya está usted como un hombre que debe embarcar y quiere hacer fortuna –le dijo al verlo vestido con una levita de grueso paño negro–. ¡Bien, muy bien!

–Le ruego que crea, señor –le respondió Charles–, que sabré hacerme cargo de mi situación.

–¿Qué es esto? –dijo el buen hombre, cuyos ojos se animaron al ver un puñado de objetos de oro que Charles le mostró.

–Señor, he reunido mis botones, mis anillos, todas las bagatelas que poseo y que podían tener algún valor; pero como no conozco a nadie en Saumur, quería rogarle esta mañana que...

–¿Que compre eso? –dijo Grandet interrumpiéndolo.

–No, tío, que me indique un hombre honrado que...

–Déme eso, sobrino; subo a tasarlas y vuelvo para decirle lo que valen, céntimo más o menos. Oro de alhaja –dijo examinando una larga cadena–, dieciocho o diecinueve quilates.

El buen hombre tendió su ancha mano y se llevó el montón de oro.

–Prima –dijo Charles–, permítame ofrecerle estos dos botones que podrán servirle para sujetar las cintas en sus muñecas. Está muy de moda en este momento llevarlas como pulseras.

–Acepto sin dudar, primo –dijo ella lanzándole una mirada de connivencia.

–Aquí tiene, tía, el dedal de mi madre, lo guardaba con veneración en mi neceser de viaje –dijo Charles presentando un precioso dado de oro a la señora Grandet, que deseaba uno desde hacía diez años.

–No encuentro palabras para expresarle mi agradecimiento, sobrino –dijo la anciana madre cuyos ojos se bañaron de lágrimas–. En mis oraciones de la mañana y de la noche añadiré la más apremiante de todas para usted, diciendo la de los viajeros. Si muero, Eugenia le guardará esta joya.

–Esto vale novecientos ochenta y nueve francos con setenta y cinco céntimos, sobrino –dijo Grandet abriendo la puerta–. Pero, para evitarle la molestia de venderlo, yo mismo le abonaré el dinero... en libras97.

La expresión en libras significa en el litoral del Loira que los escudos de seis libras deben ser aceptados por seis francos sin deducción.

–No me atrevía a proponérselo –respondió Charles–, pero me repugnaba revender mis alhajas en la ciudad donde usted vive. Hay que lavar los trapos sucios en familia, decía Napoleón. Así pues, le agradezco su amabilidad.

Grandet se rascó la oreja y hubo un momento de silencio.

–Mi querido tío –continuó Charles mirándolo con aire inquieto, como si hubiera temido herir su sensibilidad–, mi prima y mi tía han tenido a bien aceptar un pequeño recuerdo mío; acepte usted también estos gemelos que para mí resultan ahora inútiles: le recordarán a un pobre muchacho que, lejos de ustedes, pensará desde luego en quienes desde hoy serán toda su familia.

–¡Muchacho, muchacho!, no debes regalar así las cosas... ¿Qué te ha dado a ti, mujer? –dijo volviéndose con avidez hacia ella–, ¡ah!, un dedal de oro. Vaya, hijitina, unos broches de diamantes. Bien, acepto tus gemelos, muchacho –prosiguió estrechando la mano de Charles–. Pero... me permitirías... pagarte... tu, sí... tu pasaje a las Indias. Sí, quiero pagarte el pasaje. Además, mira, muchacho, al tasar tus joyas, sólo he tenido en cuenta su oro en bruto, quizá se pueda ganar algo por su labor. Así que ya está dicho. Te daré mil quinientos francos... en libras, que Cruchot me prestará; porque aquí no tengo ni un ochavo, a menos que Perrottet, que se retrasa en pagar la renta, me la pague. Mira, ahora mismo voy a verlo.

Cogió su sombrero, se puso los guantes y salió.

–Entonces se va usted –dijo Eugenia lanzándole una mirada de tristeza mezclada de admiración.

–Es necesario –dijo él bajando la cabeza.

Desde hacía algunos días, la actitud, los modales, las palabras de Charles se habían vuelto los de un hombre profundamente afligido pero que, sintiendo pesar sobre él obligaciones inmensas, saca nuevas fuerzas en su desgracia. Ya no suspiraba, se había hecho hombre. Por...