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Negra melodía de blues

of: Charlotte Carter

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788498419603 , 184 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 8,99 EUR



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Negra melodía de blues


 

Why can’t We Be Friends?


[¿Por qué no podemos ser amigos?]


Ya sé que soy una boba. Una sentimental. Una adicta a las canciones melancólicas. Nunca aprendo a que no me afecten las mismas chorradas.

Me había dado tal llorera que apenas si alcanzaba a entrever algo por la ventanilla del taxi, uno de esos Renault a prueba de bombas conducido por un taxista fumador de Gitanes que llevaba a su lado, dormido en el asiento del copiloto, un precioso dálmata. Era el mes de abril, los árboles estaban cuajados de brotes, acabábamos de pasar junto al Arco de Triunfo y mi pobre corazón no aguantaba más.

Contribuía bastante a mi estado haberme pimplado unos cincuenta vasos de Veuve Clicquot en el avión y lo bien que lo había pasado con un diplomático africano vestido de auténtico Armani y con un francés con una nariz superlativa.

Mientras me enjugaba las lágrimas, recordé mi primera visión de París, desde la ventanilla de un tren. En aquel entonces todavía era estudiante y hacía viajes económicos. Primero fui en un vuelo charter a Amsterdam, donde me esperaban un par de compañeras de clase con sus novios europeos. Tras un par de días de visitas a museos y de fumar marihuana hasta ponerme ciega, cogí un tren para París. Al ver el tejado de la Gare du Nord, todo poblado de palomas, también me dio la llantina.

Cuando el taxi me depositó en una pintoresca placita del quinto arrondissement, ya estaba batallando contra una resaca monstruosa. La dirección de la postal de Vivian resultó ser un pequeño hotel, pulcro pero sin el menor encanto, situado en lo alto de una cuesta. La calificación de una estrella no era un alarde de modestia... la elegancia brillaba por su ausencia. Deposité la maleta en el suelo y me encaminé a la recepción.

El orondo caballero de detrás del mostrador me informó de que entre los huéspedes no había ninguna dama norteamericana que respondiera al nombre de Vivian Hayes. ¿No estaría mi amiga en el hotelito del otro extremo de la plaza? No, le dije a la vez que verificaba en la postal que aquélla era la dirección correcta. Entonces se me ocurrió que la tía Viv quizá hubiera empleado alguno de sus dos nombres de casada, ¿o eran tres? Me puse a describirla, pensando que probablemente habría cambiado tanto desde nuestro último encuentro que mi descripción sería inútil. Estaba a punto de hurgar en el bolso para enseñarle una instantánea de Vivian de hacía veinte años, cuando el monsieur cayó de pronto en la cuenta de a quién me refería.

–Ah, sí –dijo con una mueca de desdén–. Ahora recuerdo a su amiga –esperé a que añadiera algo–. La tal madame Hayes –me informó con desagrado, se había marchado hacía más de diez días.

En realidad, empleó una expresión más contundente. Por lo visto, Vivian se largó sin pagar la cuenta de la última semana, dejando tras de sí maleta, ropa y efectos personales. Sencillamente, salió una tarde a la calle y no regresó.

Mal comienzo.

Había dado por descontado que la cosa no iba a ser fácil. En cualquier caso, aún no hacía falta que pusiera las alarmas. Quizá tendría que organizar una operación de búsqueda. Pero también cabía la posibilidad de que Viv se hiciese con un puñado de dólares y volviera a pagar la cuenta y a recoger sus cosas.

En ese momento no estaba en condiciones de reflexionar. La cabeza me estallaba y necesitaba dormir; dormir a pierna suelta, no sestear de cualquier manera como en el avión. No era un hotel así el lugar que tenía en mente para establecer mi base de operaciones, pero me valdría provisionalmente. Por qué no, si algunas de mis aventuras más agradables se habían desarrollado en hoteles franceses cochambrosos y con pocas comodidades, pero sobrados de carácter.

Pedí una habitación y, para evitar problemas, pagué unos cuantos días por adelantado. Saqué el sobre con los cheques de Thomas Cook destinados a la tía Vivian de mi bolso de mano y lo deposité en la caja fuerte del hotel. Mi madre había sugerido que comprásemos cheques de viaje a mi nombre, pero preferí ahorrarme la tentación de echar mano del dinero. A mí no me habría hecho la menor gracia que ningún mensajero jugara con mi herencia, aun cuando me hubiera llovido del cielo.

Me permití el lujo de ocupar la mejor habitación de la casa. Aun así, tenía que salir al pasillo para ir al retrete. El bidé estaba desportillado y había pasado por una docena de reparaciones. El escritorio desprendía un leve olor a moho. Pero la habitación tenía un tamaño respetable y una vista que no estaba mal. Nada mal, en realidad: desde la sexta planta, dominaba el animado panorama de la plaza con su antigua fuente de cobre. Pasé unos minutos contemplando el gentío por la ventana abierta, respirando aire fresco y pensando en tía Vivian, que andaba por ahí perdida. No sabía en qué estado la iba a encontrar. No estaría desmadrándose con sus vaqueros de diseño y sus elegantes escarpines negros, eso seguro que no. Ya no lanzaría esas carcajadas provocativas que hacían chispear sus ojos castaño claro. No, ya no sería joven.

Recordé mi primer viaje a París, y los que vinieron después; los amigos que había hecho, ahora diseminados por el mundo, llevando otras vidas; recordé aquel verano en la Provenza; las comidas, los hombres, la diversión con mayúsculas. En París había estado en la gloria, feliz, embriagada de la ciudad, pero también había experimentado esa peculiar tristesse que te oprime el corazón como una garra, sin motivo aparente, e inesperadamente te hace sentirte muy sola.

En ese momento me venció el cansancio. Cerré bien las contraventanas, retiré la colcha de la chirriante cama de hierro y me deslicé entre las sábanas blancas y planchadas. Y luego... la oscuridad.

El truco está en no permitirse dormir demasiadas horas para evitar que te afecte el cambio de horario. Era el único consejo para viajeros que no olvidaba nunca.

Hay que ponerse en la horizontal y dejar que los pobres tobillos se recuperen de la hinchazón provocada por muchas horas de estar encajonado en la butaca. Echar la siesta, sí, pero no mucho rato, si no te encontrarás volviendo a casa con el reloj orgánico todavía desajustado.

Me despegué las sábanas todavía medio dormida y con un hambre canina. Abrí las contraventanas metálicas. ¡Pam! Ya había caído la noche. Me rodeaban esas luces inimitables y, más abajo, los toldos de un millar de cafés. Fui a darme una ducha rápida en el cuarto de baño compartido y luego me enfundé unos pantalones negros y un body a juego. Después de echarme por los hombros mi impermeable largo, estuve lista para lanzarme a la calle.

Di una vuelta por el Panteón, uno de los lugares que solía frecuentar de noche para sentarme a pensar y quizá paladear un par de deliciosas boules de helado compradas en uno de los carritos que salpicaban el paisaje. Luego crucé la plaza en dirección contraria y continué caminando por el boulevard St. Michel, un auténtico hervidero de gente joven.

Enfilé hacia el boulevard St. Germain y allí me vi atrapada en el torbellino del viernes por la noche. Un tráfico de pesadilla, como cabía esperar. Respiré hondo y eché a correr en zigzag, abriéndome paso hacia la otra acera sin prestar atención al semáforo. Entonces me encaminé al norte, alejándome del bullicio. Había decidido tomar algo en el Café Cloche, un local baratero; se me estaba haciendo la boca agua sólo de pensar en sus maravillosas chuletitas de cordero lechal. Allí no admitían reservas, así que tenía posibilidades de conseguir una mesa pese a que fuera viernes por la noche. Las bocacalles empezaban a sonarme: sí, era en esa manzana, el café ya estaba cerca.

Pero, ay, no estaba allí. El Café Cloche, donde en su día, con una fantástica daube de buey por medio, me sedujera un intelectual de Toulouse que fumaba como un carretero, había pasado a mejor vida. Me quedé mirando, defraudada, el escaparate oscuro de la boutique que había sustituido al restaurante.

Bueno ¿y qué? Todo cambia. Ya encontraría otro sitio para cenar. El cierre de un restaurante no es nada del otro mundo y, sin embargo, me inquietó. Volví a sumergirme lentamente en la muchedumbre y me topé con un local poco distinguido pero de aspecto amigable donde pedí foie gras y rematé la cena con langostinos y media botella de vino blanco. Después, bastante somnolienta, estuve curioseando en varias librerías de St. Michel que cierran tarde y, sin haber comprado nada, regresé al hotel.

Me puse el camisón casi de inmediato y, aunque en la habitación hacía fresco, abrí la ventana de par en par y dejé que el bajo cielo nocturno me envolviera. Otro de esos momentos inolvidables de París. Contemplé largo rato el Panteón, iluminado con luces azul plateado, a la vez que pensaba en cuántas personas lo estarían mirando como yo, con el corazón palpitante. Pero, curiosamente, se me habían agotado las lágrimas.

Al llamar al servicio de habitaciones hice una apuesta conmigo misma. En todos los hoteles de esa orilla del Sena donde me había alojado, la camarera se llamaba Josette. Di por hecho que sería un factor invariable.

Perdí. Marise me dio los buenos días con su musical acento colonial –¿sería de Antigua? ¿Tal vez de St. Croix?– y colocó la bandeja con el aguado café y los croissants a los pies de la cama.

Pasé las últimas horas de la mañana y la tarde entera recorriendo los...