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Mariposas para los muertos

of: Diane Wei Liang

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498415926 , 228 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Mariposas para los muertos


 

Prólogo


Campo de Lao Gai Viento del Este

Provincia de Gansú, China

Diciembre de 1989

Siguieron adelante, cantando «El comunismo es el farol rojo de mi corazón», sus voces remontando el viento gélido. Machacaban con los pies la hierba seca y el suelo pelado. Llevaban el paso con los brazos, manteniendo la frente alta, cada cual con los ojos clavados en la cabeza rapada del de delante. Cantaban con ahínco, con fuerza. Llevaban dos palabras, lao gai1 (trabajo y reforma), estampadas en blanco en las chaquetas grises guateadas. Detrás de ellos, el cielo estaba del color de la arena, blanco el sol.

Nada ofrecían esos campos salvo viento áspero y seca tierra amarilla. Bajo la bóveda del cielo, las montañas de cumbres nevadas se alzaban como indeseables cargas del pasado. Aquélla era la provincia donde terminaba la Gran Muralla, donde la Ruta de la Seda se había abierto camino; ambas habían pasado los últimos mil años en el olvido.

Los guardias abrieron el portón para que entrasen los reclusos. Sobre el alto muro, cinco caracteres rojos, «Campo de Lao Gai Viento del Este», les hacían frente.

–¡Alto!

Los prisioneros se pararon. La canción terminó bruscamente.

–¡Vista al frente!

El funcionario Yao el Saltamontes, alto, con hombros de perchero, pasaba lista. Una estrella roja, pequeña pero muy reluciente, brillaba en la piel de su gorro.

–Doce treinta y uno.

Dao –el prisionero gritó «sí».

–Cincuenta y seis treinta y cuatro.

Dao.

Una racha repentina llenó el aire de arena como un camión que estuviera descargando en una obra, y 3424 cerró los ojos. Era un hombre joven: las líneas de su cara eran las de un niño, la piel aún sin curtir, el cuerpo aún por hacerse.

El guardia enarboló su porra y el prisionero cayó al suelo chorreando sangre, el hermoso rostro destrozado.

–¡Responde, Lin, cerdo antirrevolucionario y anti-Partido!

–Ha sido el viento, la arena –farfulló Lin, la sangre centelleante escapándosele entre los dedos. No levantó la vista. Estaba tratando de descubrir de dónde le venía el dolor. Cuando se tocó la brecha de la mejilla, soltó un aullido.

Ahora el guardia le pateaba las costillas. Lin gritó y se encogió sobre sí mismo en el suelo.

–¡Silencio! ¡Estás aquí para reformarte! –bramó el guardia–. Lo primero que vas a aprender es respeto. Responderás cuando se te pregunte. Si desafías al Pueblo, el Pueblo te aplastará. ¿Está claro?

–¡Sí, señor! –gritaron al unísono las filas de prisioneros.

El Campo de Lao Gai Viento del Este consistía en una hilera tras otra de barracones. Los convictos, normalmente de dos en dos, compartían pequeñas celdas en cada bloque. Los bloques eran de techo bajo, con bombillas que deslumbraban desde las pantallas en forma de cono. Los suelos eran de piedra, de la cantera local. En cada celda había dos petates, dos palanganas, dos toallas y un cubo a modo de orinal.

Lin tosió, y le supo a sangre. Por encima de la brecha, el ojo izquierdo se le había hinchado. Su compañero de celda, el Recluta, intentó limpiarle la herida, pero Lin le quitó la toalla:

–Ya lo hago yo –dijo. Tenía el corte abierto, y resoplaba al tocárselo.

El Recluta se acuclilló lo más lejos que pudo del cubo que hacía de orinal.

–Te está haciendo pagar por lo de ayer. No puedes enfrentarte con Yao el Saltamontes.

Lin escupió sangre.

–¿Cuánto le puede durar?

–Hasta que tú te rindas. Muérdete la lengua y no intentes ponerte a su altura. Entonces se cansará y seguirá con cualquier otro.

–Yo estaré aquí por el delito que sea que haya cometido, pero él no tiene derecho a pegarme. Pienso reclamar a las autoridades.

–¿Reclamar? No vas a llegar a ningún lado escribiendo cartas. Mira al viejo Tang. Lo metieron en un pequeño calabozo sin luz durante un año. ¿Y el Lisiado? No estaba lisiado cuando entró. Los bestias del Número Dos le hicieron un estropicio. Fue idea del guardia, según dicen –el Recluta se mordió las uñas–. Universitario, no hagas nada... o lograrás que te maten. Déjalo estar. No puedes cambiar nada.

La cena venía en platos de aluminio, la misma todos los días: duros wotou, bollos de maíz, con verdura.

–Treinta y cuatro veinticuatro, hoy no has cumplido tu cuota. Media ración para ti –había un solo wotou, del tamaño del puño de Lin, en su plato.

Se acuclillaron para comer.

–Tienes que cumplir la cuota, Lin –el Recluta tragó–. Tienes las manos como las de una niña, pero no por mucho tiempo, trabajando en los hornos de cal –le enseñó a Lin sus manos, que estaban curtidas y encallecidas–. Éstas son manos de obrero. Yo hago mi cuota y no me hago notar. Dos años más y entonces me iré a casa con mi madre. Se acabó el contrabando. Encontraré una mujer y seré feliz.

–¿Sabe tu madre dónde estás?

–Puede ser. Nos cogieron en Mongolia Interior con nuestros mulos. Mi hermano era nuestro jefe. Le metieron una bala en la nuca. Mamá tuvo que pagar la bala, me lo dijo. No la he visto desde que me metieron a empujones en un camión para venir aquí. No me dijeron adónde iba.

–¿Te ha llegado alguna carta suya?

–No sabe escribir. Un hombre de nuestro pueblo escribe cartas para todo el mundo, pero de mi madre no.

–Yo tampoco he sabido nada de mi abuelo. Seguro que no sabe dónde estoy, porque si no me habría escrito. No creo que nadie sepa dónde estoy.

El wotou era duro de morder y aún más duro de tragar.

–Estará esperándote. Mi madre me está esperando, lo sé –el Recluta se golpeó el pecho.

–Él puede que haya muerto. Tenía setenta y dos años cuando me detuvieron. Pienso en él todos los días. Ojalá pudiera escribirle unas pocas líneas. No quiero que se preocupe.

–No hagas nada, ¿entiendes?

–Si algún día consigo salir de aquí, juro que... lo haré –Lin apretó los puños.

–Se te ha vuelto a abrir el corte –el Recluta agarró la toalla y se la tendió a Lin–. Apriétate fuerte.

Por la noche, Lin estaba tumbado en su petate, el olor del orinal desbordándose. El Recluta roncaba. Por el ventanuco que había en lo alto de la pared, veía el cielo de la noche clara y una estrella.

Recordó las estrellas de las noches de verano en Pekín, el perfume de las uvas y la fresca sombra del emparrado. El abuelo y él estaban sentados en el umbral de la puerta, abanicándose. Hacía demasiado calor para dormir. Los mosquitos flotaban en el aire por manadas.

El abuelo le contaba historias: Guan Yin y Liu Hui, la Leyenda de los tres reinos; el rey Mono y el monje Tangseng; la saga de los Caballeros del Kong Fu.

–Son historias para chicos, para ti –le había dicho el abuelo–. Los chicos tienen que aprender la fe y la lealtad.

Durante veinte años, el abuelo lo había observado crecer. Ahí fueron la escuela elemental, las primeras peleas, su primera bicicleta, el primer Premio a las Tres Virtudes, el fútbol, la caza de libélulas en el foso municipal, las noches estudiando hasta tarde. Y ya el umbral estaba gastado, erosionado por el centro.

Dejó al abuelo para ir a la universidad. Lin nunca había visto el océano, pero quería estudiar oceanografía. Le gustaba la idea de recorrer el mar en su inmensidad. Quería aprender más de los animales marinos sobre los que había leído y que había visto en la televisión en programas sobre la naturaleza. Cuando Lin estaba en el instituto, sus vecinos los Chen habían comprado un aparato y él había ido a la casa de al lado a verlo siempre que ponían algún programa sobre la naturaleza. Se había criado con el hijo de los Chen, a quien todos siguieron llamando Gordi incluso cuando se hubo convertido en un joven delgado.

–Vete –le había dicho el abuelo, sentado en su cama con las piernas cruzadas–. El buen hijo debe surcar los cuatro mares. Tu padre y tu madre estarían orgullosos de ti. Por mí no te preocupes. Soy de huesos fuertes. Además, tengo a los vecinos. No me va a pasar nada.

Lin escribió a su abuelo desde la universidad. Escribió sobre el mar que por fin había visto, reluciente a la luz del amanecer. Le contó a su abuelo que nunca había visto nada más bonito. «El sonido del mar, abuelo», recordaba haber escrito, «es como una canción. Algunos lo oyen, algunos lo sienten; muchos lo recuerdan».

Fue junto al mar donde la vio a ella por primera vez, como una canción que no pudo olvidar. Su piel clara, su sonrisa abierta y sus grandes ojos castaños tuvieron para él el mismo hechizo que el mar.

El día en que ella le dijo que le quería, él fue el hombre más feliz del mundo. Iban andando por la playa y Venus lanzaba destellos en el cielo, como si estuviera enviando un mensaje secreto a los enamorados de abajo. El aire sabía a sal y ellos estaban pletóricos de deseo y de amor. Las olas lamían suavemente la orilla.

Lin se levantó. Le dolía el cuerpo de las doce horas en el horno de cal. Sentía la brecha de la cara como si fuera obra de...