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La larga sombra de la muerte

of: Veit Heinichen

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415803911 , 340 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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La larga sombra de la muerte


 

Marina di Aurisina


Con el tubo para respirar y las aletas avanzaba más rápido. Ese mes de mayo el agua estaba mucho más caliente que el año anterior por el brutal calor que sofocaba todo el país desde hacía semanas. A pesar de ello se había puesto el traje de neopreno negro y como siempre llevaba consigo la red con el pequeño arpón y un cuchillo sujeto a la pantorrilla, con el que podía coger ostras o erizos de mar que luego se comía crudos. Mientras el día despertaba por el este sobre la ciudad ganando la batalla a la noche, él descendía por la escalera del embarcadero para zambullirse en el agua. Desde que vivía cerca del mar y nadaba regularmente mientras todo el mundo dormía, por fin había conseguido estar en forma. Ni siquiera Laura tenía ya nada que objetar al diámetro de su barriga y a veces hasta le dedicaba frases de admiración por sus hombros musculados. También en el sexo iba todo mejor.

La noche anterior, Srecko, el último pescador de Santa Croce, le había contado en la barra del Pettirosso que últimamente frecuentaba la zona una gente muy extraña, justo en el pequeño puerto donde se llevaban a cabo las tareas de investigación biomarina. Pero no quería molestar a la policía por tan poco. A veces se les veía en parejas, o en grupos de cuatro, pero estaba claro que no iban de paseo y menos aún a bañarse, como los que visitaban un poco más arriba la playa nudista de Liburnia, al pie del acantilado. No, no iban vestidos para eso. El pescador, que a pesar de sus setenta y cuatro años era un gigante con manos como palas de excavadora, salía cada mañana en su barco, y no porque viviera de ello, sino por afición y porque así suministraba pescado al idílico restaurante Bellariva, justo al lado del puerto viejo, que dirigía su mujer. Srecko era un hombre de costumbres fijas, algo que, con toda seguridad, aquella gente ya había advertido, pues siempre que él se dirigía a su gabarra al amanecer ellos abandonaban el muelle, y lo hacían en uno de esos botes neumáticos con motor que alcanzan hasta 40 nudos.

–No sé qué ocurre –le había dicho–, pero alguien debería darse una vuelta por ahí.

A los pequeños embarcaderos que hay al pie del acantilado frente a Trieste sólo se puede acceder descendiendo cientos de escalones hasta la Marina di Aurisina, que conecta con una carretera muy estrecha y empinada. Ésta termina ante la entrada del edificio del laboratorio, al que sólo tienen acceso los empleados y los propietarios de los apenas veinte botes amarrados en el muelle. Los demás deben descender una escalera muy pronunciada hasta el mar y allí cruzar una playa de guijarros hasta el muelle. Ahí la probabilidad de que se produzcan controles es mínima. Ningún coche patrulla llega hasta tan abajo, donde sólo hay un par de villas rodeadas de altos muros y con un sistema de alarma conectado directamente a la policía. Y la playa nudista al pie de la costa es incontrolable. A ningún policía se le hubiera ocurrido bajar por la inclinada vereda, para después volver a tener que subirla. En ocasiones un barco de la Guardia de Costas o de la Polizia Marittima se acerca a la costa, pero los agentes, con sus buenos binoculares, parecen más interesados en la visión de la piel desnuda. Hay bañistas que en verano se reservan siempre el mismo sitio y lo defienden con uñas y dientes. Otros incluso se han montado allí su segunda residencia, con sus dependencias y su cocina.

En el puerto no había ni un alma. Proteo Laurenti se detuvo tras los criaderos de mejillones, que se mecían en el suave mar de fondo a cien metros de la costa en enormes patrones geométricos. En mar abierto se movían únicamente las luces de posición de algunas gabarras de pescadores que volvían a casa; por lo demás todo estaba tranquilo. El sol se alzaba lentamente sobre el Carso, su luz aún era tenue, como si ella misma se despertara con el día. Laurenti esperó junto a una boya y observó el acceso al pequeño puerto. Tomó aire rápidamente, pues quería cubrir el trecho buceando. No iba a ser fácil. Pero si le descubrían todo su esfuerzo habría sido en balde, y entonces pensó que podría haberse quedado en la cama y así ahorrarse una mentira a su dormida mujer cuando le preguntara qué hacía tan pronto levantado.

El aliento le llegó justo para salir directamente frente al rompeolas. Si las indicaciones del pescador eran ciertas y aquellos hombres llegaban cada día a la misma hora, entonces aún era demasiado pronto. Debía buscarse un sitio entre las rocas y esperar: fuera del agua, para no helarse. Se quitó las gafas y el tubo y se parapetó como pudo entre las enormes piedras del rompeolas. Laurenti notó de nuevo el cansancio, del que se pudo defender al levantarse, aunque justo antes de rendirse a éste oyó voces y apenas diez segundos después el ruido amortiguado de las modernas turbinas de una embarcación grande, casi un susurro, que se iba acercando. En un bote neumático, que ahora era visible y que poco después paró el motor, iban dos mujeres de pie. Pero lo que llamó la atención de Laurenti fueron los cuatro hombres de constitución atlética con corte de pelo militar, vaqueros y camisas de manga corta de colores que, a pesar de la hora, llevaban gafas de sol. Bajaron la escalera que había junto al Bellariva arrastrando dos grandes contenedores de plástico resistentes al agua. La gravilla crujía bajo sus suelas. Las dos mujeres en bikini que llegaban en el bote neumático con casco de lámina estratificada de fibra de vidrio iban sin identificación ni bandera.

Laurenti se agachó tras las rocas. Vio cómo a pocos metros de él cargaban la segunda de las cajas a bordo. Al alzarse un poco el arpón que llevaba a la espalda dio contra la roca y emitió un sonido metálico que pareció romper en añicos el silencio. Dos de los hombres se giraron de forma fulminante. No le dio tiempo a comprobar si realmente eran pistolas lo que llevaban en la mano. Rápidamente se puso las gafas de buceo y se introdujo en el agua. Debía volver raudo al criadero de mejillones, donde se podría esconder bien entre los bidones. No estaba seguro de si habían llegado a atisbarle.

Las prisas le restaron un valioso aliento. Tras veinte metros tuvo que salir a flote ante la primera línea. Instintivamente se volvió y llegó a ver el casco gris claro del barco pasando junto a él para justo después apagar los motores. De un vistazo vio cómo el muelle estaba ya vacío. Laurenti volvió a sumergirse y buscó un lugar seguro entre el criadero de mejillones. Una gaviota alzó el vuelo asustada cuando él apareció de debajo del agua. Cogió el arpón de la espalda y miró con cuidado a su alrededor. Era imposible que desde un barco pudieran reconocer la cabeza negra de un buceador entre la maraña de bidones y cabos. Laurenti vio el bote a motor a cien metros balanceándose en el mar de fondo. Poco después, desde el pequeño puerto se oyó el machacón ronroneo de un barco de motor diésel que aceleraba, y por detrás del rompeolas apareció el casco de una gabarra de pescador. El bote a motor tomó rumbo hacia el mar abierto y se convirtió en un pequeño punto en el horizonte.

Vio lo que vio, pero no sabía qué significaba. Podía describir y reconocer en la base de datos, si estaban registrados, a la mayoría de las personas que había visto. A cada uno de los hombres y el rostro universal de una de las rubias, que uno podía encontrarse calcado de uno a otro desde Hamburgo hasta Split. Seis personas en una acción misteriosa durante el mes de mayo en un puerto idílico de las Filtri, y eso desde hacía ya algunos días. Dos de ellas, mujeres esculturales en bikini. A una hora en que cualquier otro en alta mar se pondría cuando menos un jersey fino. Como camuflaje no era muy creíble. A cualquiera de sus colegas más tontos que estuviera de servicio en un barco de la Guardia de Costas o de la Polizia Marittima le llamaría la atención. Controlaban con mucho gusto a las damas atractivas, que se bronceaban en cualquier lugar en sus barcas delante de la costa tal como Dios las trajo al mundo e intercambiaban sus experiencias con la cirugía estética. Pero nunca a esas horas tan tempranas.

–¿Cuánto tiempo te has pasado en el agua? –le preguntó el viejo pescador preocupado al recogerlo a bordo de su barco–. ¡Toma, bebe! –le sirvió vino blanco en un vaso de plástico.

–¿Has visto a alguien? –le preguntó Laurenti.

El hombre afirmó con la cabeza.

–Han llegado algo más tarde de lo habitual. Cuando he bajado hasta el mar estaban arriba, en el muelle, y miraban nerviosos a su alrededor. Iban armados, eso sí he podido verlo perfectamente, aunque he hecho como si no me diera cuenta de que estaban allí. La gabarra estaba suficientemente lejos. Poco después se han marchado a toda prisa.

Laurenti se deshizo del traje de neopreno y se secó con una toalla que le alcanzó Srecko. Con el motor ronroneando suavemente, se dirigían hacia mar abierto.

–¿Podrías describir a los sujetos que has visto? –le preguntó Laurenti, aunque sabía que era inútil mortificarlo durante horas con las fichas. Hizo un gesto de desaprobación y rió. La gente del Carso estaba más que curtida. En los últimos cien años habían visto pasar más cuerpos de seguridad que el resto de los europeos. Gendarmes y soldados austriacos, italianos, fascistas, la Gestapo, las SS y los soldados del ejército alemán, las tropas de Tito, ingleses, neozelandeses, estadounidenses, de nuevo los italianos y sabrá el diablo qué cantidad de espías. ¿A quién le podía...