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Gramáticas de la creación

of: George Steiner

Ediciones Siruela, 2011

ISBN: 9788498417890 , 356 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Gramáticas de la creación


 

I


1

No nos quedan más comienzos. Incipit: esa orgullosa palabra latina que indica el inicio sobrevive en nuestra polvorienta palabra «incipiente». El escriba medieval marca la línea inicial, el capítulo nuevo con una mayúscula iluminada. En su torbellino dorado o carmesí el iluminador de los manuscritos coloca las bestias heráldicas, los dragones matutinos, los cantores y los profetas. La inicial, en la cual el término significa comienzo y primacía, actúa como fanfarria; enuncia la máxima de Platón –de ninguna manera evidente– de que en todas las cosas, naturales y humanas, el origen es lo más excelso. Hoy en día, en las actitudes occidentales –nótese la muda presencia de la luz matutina en la palabra «occidental»–, los reflejos, los cambios de percepción pertenecen al mediodía y al atardecer. (Generalizo; mi argumento, todo él, es vulnerable y se abre a lo que Kierkegaard llamó «las heridas de la negatividad».)

En la cultura occidental ya han existido sensaciones anteriores del final y fascinaciones por el ocaso. Testigos de la filosofía, de las artes, historiadores de los sentimientos señalan «los tiempos de clausura en los jardines del Oeste» durante las crisis del orden imperial romano, durante los temores al Apocalipsis cuando se aproximaba el Año Mil, en el comienzo de la Peste Negra y en la Guerra de los Treinta Años. Estos movimientos de decadencia, de luz otoñal y desfalleciente siempre se han unido a la conciencia de hombres y mujeres de la decrepitud, de nuestra común mortalidad. Los moralistas, incluso antes que Montaigne, señalaron que el recién nacido es suficientemente viejo como para poder morir. En el constructo metafísico más seguro, en la obra de arte más afirmativa, hay un memento mori, y existe siempre un esfuerzo, implícita o explícitamente, para mantener a raya la fuga del tiempo fatal, para resguardarse de la entropía de toda forma viviente. A esta lucha es a la que el discurso filosófico y la generación del arte deben la tensión que los inspira, su tirantez irresoluta por la cual la lógica y la belleza son sus modos formales. El lamento «el gran dios Pan ha muerto» alcanza incluso a esas sociedades a las que, tal vez demasiado convencionalmente, asociamos con una actitud optimista.

Sea como fuere, existe, así lo creo, un cansancio esencial en el clima espiritual del fin del siglo XX. La cronometría interior, los pactos con el tiempo que determinan tanto nuestra consciencia, apuntan hacia un mediodía tardío de maneras que son ontológicas, esto es, que conciernen a la esencia, al tejido del ser. Somos, o así nos sentimos a nosotros mismos, los que han llegado tarde; los platos ya se están retirando. «Señoras y caballeros, cerramos»; suena la despedida. Tal aprehensión es de lo más convincente, ya que se enfrenta al hecho evidente de que en las economías desarrolladas, el tiempo y la esperanza de vida aumentan. Pero aun así, las sombras se alargan: parece que nos doblamos hacia la tierra durante la noche, tal como los heliotropos.

Nuestra naturaleza tiene sed de explicación, de causalidad; queremos saber realmente por qué. ¿Qué hipótesis concebible puede elucidar una fenomenología, una estructura de la experiencia sentida tan difusa y múltiple en sus expresiones como la de «terminalidad»? ¿Son tales cuestiones dignas de preguntarse seriamente o sólo invitan a una cháchara elevada y vacua? No estoy seguro.

La inhumanidad, en tanto que tenemos datos históricos, es perenne. No han existido utopías, ni comunidades de justicia o de perdón. Nuestras inquietudes usuales –la violencia de nuestras calles, las hambrunas en el así llamado tercer mundo, la regresión a bárbaros conflictos étnicos, el riesgo de enfermedades pandémicas– han de contemplarse en contraste con un momento bastante excepcional. Desde aproximadamente el tiempo de Waterloo y el de las masacres del frente occidental entre 1915 y 1916, la burguesía occidental experimentó una época privilegiada, un armisticio con la historia. Respaldados por el trabajo industrial en la metrópoli y el régimen colonial, los europeos conocieron un siglo de progreso, de administración liberal, de esperanza razonable. Justamente por estos esplendores pasados, sin duda idealizados, de este calendario excepcional –nótese la comparación constante de estos años anteriores a agosto de 1914 con un «largo verano»– sufrimos nuestros malestares presentes.

Sin embargo, aunque se permita la nostalgia selectiva y la ilusión, la verdad persiste: para la totalidad de Europa y Rusia, este siglo se ha convertido en un período infernal. Entre agosto de 1914 y la «limpieza étnica de los Balcanes», los historiadores calculan en más de setenta millones el número de hombres, mujeres y niños víctimas de la guerra, del hambre, de la deportación, del asesinato político y de la enfermedad. Anteriormente ha habido atroces episodios de peste, de hambre o matanzas; sin embargo, el fracaso de lo humano en el siglo XX tiene sus enigmas específicos. No surge de los jinetes de la lejana estepa o de los bárbaros en las fronteras lejanas. El nacionalsocialismo, el fascismo, el estalinismo (aunque éste, en última instancia, más opacamente) brotan del contexto, del ámbito y los instrumentos administrativos y sociales de las altas esferas de la civilización, de la educación, del progreso científico y del humanismo, tanto cristiano como ilustrado. No quiero entrar en los enojosos debates, y de alguna manera degradantes, sobre la Shoah («holocausto» es el noble término técnico griego para designar el sacrificio religioso y no es un nombre adecuado para la locura controlada y para el «viento de las tinieblas»). Sin embargo parece como si el exterminio nazi de los judíos europeos fuera una «singularidad», no tanto por su amplitud –el estalinismo mató bastante más– como por su motivación. En éste una categoría de seres humanos, incluidos los niños, fueron declarados culpables de existir. Su crimen fue la existencia, fue la simple pretensión de vivir.

La catástrofe que asoló a las civilizaciones europeas y eslavas fue particular en otro sentido; destruyó avances anteriores. Incluso los ironistas de la Ilustración (Voltaire) habían predicho con total seguridad la abolición final de la tortura judicial en Europa. Sostuvieron que era inconcebible un retorno generalizado a la censura, a la quema de libros y mucho menos de herejes o disidentes. El liberalismo y el positivismo científico del XIX veían natural la esperanza de que la extensión de la escolaridad, del conocimiento científico y tecnológico y la producción, del desplazamiento libre y el contacto entre comunidades, llevaría a una mejora sostenida en la civilidad, en la tolerancia política, en las costumbres tanto públicas como privadas. Cada uno de estos axiomas propios de una esperanza razonable han sido probados como falsos. No se trata sólo de que la educación se ha revelado incapaz de hacer que la sensibilidad y el conocimiento sean resistentes a la sinrazón asesina. Aún más turbadoramente, la evidencia es que esa refinada intelectualidad, esa virtuosidad artística y su apreciación y la eminencia científica colaborarían activamente con las exigencias totalitarias o, como mucho, se mantendrían indiferentes al sadismo que las rodeó. Los conciertos brillantes, las exposiciones en grandes museos, la publicación de libros eruditos, la búsqueda de una carrera académica, tanto científica como humanística, florecen en las proximidades de los campos de la muerte. La ingenuidad tecnocrática sirve o permanece neutra ante el requerimiento de lo inhumano. El símbolo de nuestra era es la conservación de un bosquecillo querido por Goethe dentro de un campo de concentración.

No hemos comenzado a calibrar aún el daño hecho al hombre –como especie, como la que se llama a sí misma sapiens– infligido por estos sucesos desde 1914. No comenzamos siquiera a comprender la coexistencia en el espacio y en el tiempo, acentuada por la inmediatez de la presentación gráfica o verbal en los medios de masas globales, de la superabundancia occidentales con el hambre, la miseria, con la mortalidad infantil que ahora se abate sobre tres quintas partes de la humanidad. Hay una dinámica obviamente lunática en nuestro derroche de lo que queda de recursos naturales, de la fauna y de la flora; la cara sur del Everest es un vertedero. Cuarenta años después de Auschwitz, los jemeres rojos entierran vivos a unos cien mil inocentes. El resto del mundo, perfectamente enterado de tal suceso, no hace nada. Inmediatamente comienzan a salir de nuestras factorías nuevas armas hacia los campos de la muerte. Repito: la violencia, la opresión, la esclavitud económica y la irracionalidad social han sido endémicas en la historia, sea ésta tribal o metropolitana. Pero, debido a la magnitud de la masacre, este siglo posee el contraste absurdo entre la riqueza disponible y la misère efectiva, junto a la probabilidad de que las armas termonucleares y bacteriológicas puedan acabar totalmente con el hombre y con su entorno, dotando así a la desesperanza de una nueva dimensión. Se ha alcanzado la clara posibilidad de un retroceso en la evolución, de una vuelta sistemática hacia la bestialización. Precisamente esta posibilidad hace que La metamorfosis de Kafka sea la fábula clave de la modernidad, o que, a pesar del pragmatismo anglosajón, ésta haga plausible el famoso dicho de Camus: «La única cuestión filosófica seria es el suicidio».

Quiero tratar brevemente parte del impacto de esta oscura condición en...