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Balada de las noches bravas

of: Jesús Ferrero

Ediciones Siruela, 2013

ISBN: 9788415803591 , 448 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 7,99 EUR



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Balada de las noches bravas


 

¿Jugando con el destino?

Nubes densas y plomizas sobrevolaban la Ciudad Prohibida y se notaba en el aire un temblor especial, como si estuviese a punto de producirse el más esperado acontecimiento de aquellos días: la toma de Pekín.

Una vez más, la ciudad iba a ser poseída por los que envidiaban su condición de urbe abierta a las estepas, a la inmensidad, al mundo, y por su tranquilo y populoso existir.

Camilo dejó atrás la plaza, y de nuevo tuvo la impresión de que se estaba jugando la vida y de que la vibración que sentía en sus oídos y en su corazón la producía el diapasón de la muerte. Iba vestido con ropa china poco vistosa, pero su nerviosismo y sus pasos urgentes y esquinados le delataban continuamente.

El sol emergió un instante de entre las nubes grises cuando se adentró en una calleja maloliente en la que crecía un ciruelo. Yankuén seguía en el lugar de siempre, ya que la ventana del salón de su casa estaba iluminada. Llamó a la puerta y un instante después la vio aparecer.

Se empezaron a besar en el vestíbulo y luego se deslizaron hasta la alcoba desde cuya ventana circular se veía el ciruelo. Yankuén corrió la persiana de bambú y se arrojó a la cama con él.

Hicieron el amor sumidos en el mismo silencio que envolvía la ciudad, notando el sonido de sus roces y su respiración, bajo una oscuridad que los acercaba más que la luz, porque anulaba en su negrura el tiempo que habían permanecido separados.

Más tarde, mientras fumaban y tomaban té, hablaron de sus vidas. Los últimos diez meses Camilo había estado cumpliendo una misión en provincias y no se habían visto. Camilo tenía algunas cosas que contarle pero sobre todo una:

–He venido a proponerte que huyamos juntos a la India.

–Yo no puedo marcharme de Pekín, Camilo.

–¿Puedo saber la razón?

–He sido amante de un espía de Mao muy próximo al mismo Mao y con mucho poder en la sombra.

–¿Cuándo?

–Este año. Hace ahora nueve meses que me descubrió en la calle, cuando iba a subir a un taxi. Me abordó y me hizo proposiciones... –¿Y?

–Me negué rotundamente. Dos días después desaparecieron mis dos hermanos. Una noche acudí sola al hotel donde tiene su guarida y me entregué a él. Dos horas después mis hermanos aparecieron. La ciudad es ya de los comunistas, su intimidad es ya de ellos, la tienen poseída y paralizada desde dentro. ¿Quieres más detalles? ¿Deseas que te cuente todas las veces que he tenido que estar con el amigo de Mao? ¿Quieres saber lo que le gusta hacer y a lo que me tuve que prestar?

–No.

–Hace semanas que la administración municipal está a cargo de un comité nacional-comunista y hace días que un regimiento del Séptimo Ejército Rojo hizo su entrada en Pekín, si bien no se ha enterado nadie.

Yankuén reventó en sollozos. Camilo la miró y sintió una profunda extrañeza. Como si los dos hubiesen cambiado de dimensión o como si estuviesen habitando ya espacios diferentes dentro de un mismo cuarto. La penumbra que los envolvía y el crujir inesperado del viento no los ayudó a tocar realidad. De pronto la vida parecía haberse convertido en una sustancia fantasmal y al mismo tiempo todo adquiría una gravedad de pesadilla.

Al amanecer se despidieron. Camilo abandonó desconcertado la casa de su amante, y ya en la calle, tuvo la desagradable impresión de que la irrealidad seguía sus pasos. Había un silencio letal en Pekín, y hasta los pájaros habían optado por la mudez. Aunque también cabía la posibilidad de que hubiesen emigrado, y por eso la noche anterior había estado jalonada de ruidos que parecían bandadas de pájaros huyendo de la capital, de su tensión acallada, de sus calles solitarias disolviéndose en la atmósfera fría, húmeda y gris. Era como cruzar una ciudad sin aliento o de aliento tan cohibido que parecía discurrir bajo la tierra. ¿Por eso la tierra había empezado a resonar?

El estado de hiperestesia en el que se hallaba le hizo creer que los adoquines temblaban bajo sus pies. Al temblor se unió un rumor sordo y lejano, las nubes de polvo mezclándose con el hollín y borrando los tejados de las calles más distantes, al otro lado de la Ciudad Prohibida.

Camilo acababa de dejar atrás una escuela abandonada cuando fue detenido por cinco soldados gubernamentales que iban borrachos. Le quitaron todo el dinero que llevaba encima, y como tenían ganas de divertirse, se les pasó por la cabeza descuartizarlo.

Ataron sus manos a un camión y sus pies a otro, y decidieron hacer una apuesta. Se trataba de adivinar cuál de los dos camiones se quedaría con la parte más grande del cuerpo de la víctima.

Camilo había iniciado un ejercicio espiritual destinado a adelantarse al dolor cuando el rumor se convirtió en clamor, un clamor que se fue acercando cada vez más a ellos y que dejó desconcertados a los soldados. Inmediatamente surgieron de las sombras de una bocacalle cuatro milicianos de Mao.

Los soldados del Gobierno se rindieron de inmediato, y apartándose de Camilo, se arrodillaron pidiendo clemencia. Uno de los milicianos empujó despectivamente a los soldados, se acercó a Camilo y, al ver que se trataba de un occidental, le apuntó con su pistola.

El hombre parecía dispuesto a apretar el gatillo cuando alguien gritó desde atrás.

–¡Deténgase!

El miliciano se dio la vuelta y vio ante él a un individuo de rango superior que acababa de descender de una camioneta, y que acercándose a Camilo lo examinó fríamente y preguntó:

–¿Quién es usted?

–Me llamo Camilo Robles, soy de nacionalidad española y pertenezco a la Compañía de Jesús –contestó.

–¿De modo que es usted jesuita? Bien, señor Robles, le voy a encomendar una misión que le va a salvar la vida. Informe a los miembros de la Compañía de Jesús que, por orden expresa de Mao Tse-Tung, tienen rigurosamente prohibido salir de la residencia hasta nueva orden. Sea usted diligente y honesto y haga cuanto le he dicho, a no ser que quiera poner en peligro su vida y la de todos los jesuitas que ahora mismo se hallan en Pekín. ¿Me ha entendido?

El oficial se había expresado con absoluta claridad y Camilo se dispuso a cumplir lo ordenado. Mientras se dirigía a la residencia Loyola en un camión militar, fue asistiendo al espectáculo, tranquilo y a la vez rápido, de la toma de la ciudad. Aquellos milicianos parecían venir de muy lejos, pensó, y traían los ojos cargados de ausencias. Se apoderaban de las calles sin disparar un solo tiro y siguiendo los pasos de una danza general, como si más que una invasión estuviesen representando una ópera china. Y mientras los veía deslizarse en el silencio expectante y radical que envolvía de nuevo Pekín pensaba en Yankuén. Los camiones se deslizaban por las avenidas como si llevasen amortiguadores de sonido, algún caballo relinchaba a lo lejos, más allá de la Ciudad Prohibida, mientras los milicianos avanzaban, los unos con rifles, los otros con pistolas. A veces las mujeres salían a recibirlos y lloriqueaban y hablaban de los muertos, impidiéndoles la marcha, y algunos transeúntes inquirían a los invasores, como si los conocieran de algo, y les preguntaban por personas concretas, personas que tal vez se habían ido a la milicia, o que habían desaparecido por otras razones. Preguntas que se disipaban en el aire polvoriento de la mañana dejando tras ellas la vibración del dolor. Y de pronto, dos camiones provistos de altavoces rompieron la mudez con proclamas tan ambiguas como definitivas:

–¡Sea bienvenido a Pekín el Ejército de Liberación! ¡Sea bienvenido a Pekín el ejército del pueblo! ¡Felicitemos al pueblo de Pekín por su liberación! ¡Pueblo de Pekín, hoy es el día en que eres definitivamente liberado! ¡Alegra tu corazón, pueblo de Pekín, que ha llegado para ti la salvación!

El cielo se oscureció y estalló en relámpagos blancos. Bajo la lluvia, Camilo oyó los primeros disparos cuando ya estaba bajando del camión.

–No se inquiete –le dijo el miliciano que conducía el vehículo–. Disparan al aire.

Tres días después tuvo lugar el desfile de la victoria. En la polvorienta y sucia mañana otoñal, las tropas del ejército rojo desfilaron por primera vez ante el retrato de Mao colgado de uno de los dinteles de la Ciudad Prohibida.

Al día siguiente, Mao se presentó en la residencia Loyola acompañado de una joven hueste. A Camilo le iba a obsesionar siempre aquella cara fría y lunar, de una opacidad tan pulimentada como impenetrable.

Mao miró a los tres jesuitas que le habían salido al encuentro en el vestíbulo de la residencia, hizo una leve inclinación y murmuró con su voz asmática y silbante:

–Dignísimos amigos, el pueblo chino agradece vuestra generosidad.

Como los jesuitas le miraban asombrados, Mao prosiguió:

–¿O no es cierto que la Compañía de Jesús, de tan antigua presencia en China y tan respetuosa siempre con nuestra idiosincrasia, ha decidido donar todos sus bienes a la recién nacida República Popular?

Antes de que los jesuitas pudieran contradecirle, Mao se apresuró a añadir:

–Gracias, gracias infinitas, gracias de verdad. Estoy seguro de que la Providencia premiará algún día tan enorme gentileza. Que pasen una feliz jornada mientras preparan las maletas. China les dice adiós con lágrimas en los ojos.

La comitiva ya se iba cuando Camilo oyó que Mao comentaba a sus hombres:

...