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Lucrecia Borgia, la hija del Papa

of: Dario Fo

Ediciones Siruela, 2014

ISBN: 9788416208722 , 274 Pages

Format: ePUB

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Price: 9,99 EUR



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Lucrecia Borgia, la hija del Papa


 

Preámbulo


Con los pies juntos en el barro

Sobre la vida, los triunfos y las atrocidades más o menos documentadas de los Borgia se han escrito y puesto en escena óperas y piezas teatrales, se han realizado películas de exquisita factura, con actores famosos y, recientemente, se han emitido incluso dos series de televisión con extraordinario éxito.

¿Cuál es la causa de tanto interés hacia el comportamiento de estos personajes? Sin duda alguna, la impúdica carencia de higiene moral que se les atribuye en todos los avatares de sus vidas. Fue la suya una existencia desenfrenada, tanto en su comportamiento sexual como en su actuación social y política.

Entre los grandes escritores que nos han relatado los dramas, los cinismos y los amores de esta poderosa familia se cuentan, por ejemplo, Dumas, Victor Hugo y Maria Bellonci. Pero uno de los más conocidos es John Ford, dramaturgo isabelino de principios del siglo xvii, que llevó a la escena Lástima que sea una puta, casi con toda seguridad inspirada en las supuestas aventuras de Lucrecia Borgia y su hermano César, quienes, según asegura la leyenda, eran amantes. Nuestra amiga Margherita Rubino, que ha llevado a cabo una investigación sobre los dramas escritos en tiempos de los Borgia, ha descubierto a otros dos autores, Giovanni Falugi y Sperone Speroni, que tratan el asunto enmascarándolo tras una supuesta fuente romana, nada menos que tomada de Ovidio.

De lo que no cabe duda es de que, si separamos limpiamente del Renacimiento italiano la historia del papa Alejandro VI y sus allegados, obtendremos una saga inquietante, donde los personajes actúan sin el menor respeto hacia sus adversarios ni, a menudo, hacia sí mismos.

La víctima llamada una y otra vez a ser inmolada, desde su misma infancia, es sin duda alguna Lucrecia. Es ella la sacrificada a la menor oportunidad sin una sola pizca de piedad, tanto por su padre como por su hermano, en la vorágine de los intereses financieros y políticos. Lo que pueda pensar la dulce muchacha no les preocupa en absoluto. Por otra parte, no es más que una mujer, juicio que valía lo mismo para un padre y futuro Papa como para un hermano que llegará a cardenal. De hecho, en ciertos momentos, Lucrecia es solo un paquete con pechos redondos y estupendas nalgas. Ah, se me olvidaba, también sus ojos están cargados de hechizo.

Pero los horrores en Italia no se producían con tanto estrépito únicamente en tierras romanas. Como ejemplo podemos detenernos brevemente en Milán para presentar a los Visconti y a los Sforza, con quienes nos toparemos varias veces, y en papeles estelares, en el curso de nuestro relato.

En 1447 muere Filippo Maria Visconti sin dejar herederos varones, tan solo una hija ilegítima, Bianca Maria, que es reconocida en tal ocasión con el fin de que pueda convertirse en esposa de Francesco Sforza, cuyo padre, un soldado de fortuna, tenía orígenes plebeyos. Su padre, en efecto, era molinero. Y así es como nace una nueva dinastía. La joven esposa da a luz a ocho niños, incluyendo a Galeazzo Maria y a Ludovico, a quien con el tiempo se le conocería más como «el Moro».

Galeazzo Maria era, como se dice en Nápoles, un sciupafemmene, es decir, alguien consagrado a aventuras galantes con mujeres nobles y prostitutas. Este comportamiento suyo le granjeó una notable cantidad de enemigos, tanto es así que fueron muchos los confabulados en su asesinato. Fue apuñalado a la salida de la iglesia de Santo Stefano exactamente el día en que se conmemora a dicho santo, el 26 de diciembre de 1476, a manos de Giovanni Andrea Lampugnani, Gerolamo Olgiati y Carlo Visconti, apodado «el Bastardo». ¡Cuántos conspiradores, ni que fuera Julio César!

A la muerte de Galeazzo Maria habría debido sucederle su hijo Gian Galeazzo, de tan solo siete años. Pero el Moro, con el apoyo de los franceses, asume la regencia y se aprovecha de la tierna edad de su sobrino para ampliar enormemente su propio poder. Aunque su ánimo criminal no se detiene ahí. Con el fin de desembarazarse definitivamente de su rival, decide envenenarlo poco a poco, de forma que nadie pueda acusarlo de su asesinato. El muchacho, como cabría esperar, acaba por morir al cabo de una larguísima agonía, y Ludovico el Moro, llorando lágrimas de desesperación ante el ataúd de su sobrino, hereda el ducado de Milán.

¿Por qué estamos hablando de esta familia? Para empezar, porque el Moro se casará unos años después con Beatriz de Este, cuyo hermano Alfonso, también de Este, se convertirá en esposo de Lucrecia Borgia. Pero el parentesco no termina ahí, ya que Isabel de Este, hermana de Alfonso y de Beatriz, se casará con Francisco Gonzaga, marqués de Mantua, quien, como veremos, tendrá bastante que ver en ciertas habladurías sobre nuestra Lucrecia. Y si lo pensamos bien, ni siquiera ahí se cierra el círculo.

Al objeto de que todo el mundo pueda entender el clima que se vivía a finales del siglo xv en Roma y en toda Italia, es aconsejable, antes de empezar, recordar unos cuantos hechos más. A tal propósito, viene a colación la carta que un joven que acababa de ser consagrado obispo le escribió a un compañero suyo de seminario.

Fiestas elegantes con mujeres gentiles

El prelado describe un banquete papal durante el cual las bonae femmene, es decir, cortesanas de alto rango invitadas a la ceremonia, se exhiben en una competición de danza en la que se agachan hasta tocar con sus nalgas el pavimento, donde se habían distribuido unas velas aromáticas encendidas. Cada una de las bailarinas, levantándose con naturalidad la ropa, apaga la vela y se incorpora después aferrando con su sexo lo que se conoce como cabo, procurando no dejarlo caer. Aplausos, desde luego, no les faltaron.

Para acabar, un último episodio digno de mención que nos conduce directamente al umbral de nuestro relato: el 23 de julio de 1492 el papa Inocencio VIII entra en coma y se aguarda su muerte en el curso de unos días.

De él decía Savonarola, azote de obispos y papas: «[El pretexto del] arte es la misma condenación que está profanando el trono de San Pedro en Roma [...]. Estamos hablando del papa Inocencio VIII, en cuya existencia la única cosa inocente fue su propio nombre».

Sin embargo, Dumas1, quien escribió una maravillosa historia de los Borgia y de los papas que los precedieron, nos dice que era conocido como el «padre del pueblo» debido a que, gracias a su actividad amatoria, había aumentado el número de sus súbditos en ocho hijos varones y ocho hembras2 –en el curso de una vida pasada con gran voluptuosidad–, por supuesto con diferentes amantes. Lo que no se sabe es cómo las elegía porque, como es bien sabido, padecía una miopía espantosa. Tanto es así que había contratado a un obispo acompañante que, a cada encuentro, le susurraba el nombre, el sexo, la edad y las características físicas de quien le estaba besando el anillo.

Hay que reconocer, sin embargo, que este papa-pecador tenía un elevado sentido de la familia. Sus atenciones para con sus hijos han de ser juzgadas más como actos de amor que de indigno nepotismo.

En efecto, fue capaz de elegir a las parideras más adecuadas –para que su estirpe se prolongara de la mejor manera posible– entre las hijas de hombres poderosos e ilustres, empezando por la infanta favorita de Lorenzo de Médici, que acabó desposada con su primogénito Franceschetto Cybo. Así como otros jóvenes de las familias más ilustres de Italia para sus numerosas hijas.

Jacob Burckhardt describe en su libro La cultura del Renacimiento en Italia algunos interesantes aspectos de la conducta de Inocencio VIII y de su Franceschetto: los dos, según cuenta, «llegaron a erigir incluso un banco de gracias temporales, con las que, a cambio del pago de gravámenes considerables, podía obtenerse la impunidad por cualquier crimen, incluido el asesinato: de cada enmienda absolutoria, ciento cincuenta ducados correspondían a la Cámara papal; el resto, a Franceschetto.

»Y de esta manera, Roma, especialmente en los últimos años de aquel pontificado, bullía por todas partes de asesinos y [delincuentes] protegidos [y con la impunidad garantizada]».

La clemencia y el indulto son una garantía para el poder

Pero lo que más nos interesa es que a este grupo ya bien nutrido de canallas se agregan, en ese mes de julio de 1492, otros doscientos y pico. Puede parecer paradójico, pero ahí está: más de doscientas víctimas, y por consiguiente otros tantos asesinos, en unas pocas semanas, una detrás de otra.

¿Por qué razón una masacre de tales dimensiones?

Pues se explica fácilmente: cada vez que muere un Papa se producen en Roma un montón de homicidios debido a que, por una secular tradición, al final de cada cónclave en el que se elige al nuevo papa se concede la gracia a cualquiera que haya cometido un delito en los días de interregno. De modo que todos los que albergaban en su ánimo propósitos de venganza aprovechan el trono vacante para darse el gustazo, matar hoy para salir libre mañana, y todo gracias a una segura indulgencia plenaria. ¡Qué buenos tiempos aquellos!

Y ahora, con el clima de la época ya más claro, es precisamente a partir de esta muerte concreta de un papa, y de lo que aconteció...