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Papisas y Teólogas - Mujeres que gobernaron el reino de Dios en la Tierra.

of: Ana Martos Rubio

Nowtilus - Tombooktu, 2010

ISBN: 9788497634557 , 400 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Papisas y Teólogas - Mujeres que gobernaron el reino de Dios en la Tierra.


 

Capítulo I
La oscuridad frente a la luz

Cuando Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla en el siglo XI, vio llegar a su sede a los legados papales enviados desde Roma por León IX para discutir doctrina y liturgia, los describió con mucha precisión: personas impías que habían venido de la oscuridad de Occidente al reino de la piedad, como jabalíes, para derrotar la verdad.

Esa era la visión que Oriente tenía entonces de Occidente, y la verdad es que no le faltaban razones. En la alta Edad Media, Europa se desmoronaba día a día bajo el analfabetismo, la incultura y la barbarie, mientras que el Imperio Bizantino resplandecía con luz propia. Y no es de extrañar que aquellos refinados bizantinos mirasen con desdén y repugnancia a los desharrapados e ignorantes occidentales. Cabe imaginar el gesto de repulsión que debió hacer el emperador Alejo Comneno cuando vio llegar a su suntuoso palacio de Constantinopla a los cruzados, aquellas hordas de guerreros hirsutos, vociferantes y malolientes que pretendían reconquistar Jerusalén a los turcos.

Pero sabemos que Europa no nació astrosa e inculta sino todo lo contrario. Europa nació romana, y romano, todavía en nuestro tiempo, es signo de progreso y civilización. De hecho, podríamos decir que gran parte del éxito de Roma para anexionarse las tierras de tantos pueblos bárbaros se debió al interés de aquellos pueblos por formar parte del Imperio Romano, llegar a llamarse ciudadanos de Roma y poder algún día lucir insignias. Un excelente ejemplo de ello es el del temible rey de los hunos, Atila, en cuya corte hubo poetas romanos y griegos, como Orestes, su secretario, y cuya mayor aspiración fue llegar a ser reconocido como romano, cosa que nunca consiguió.

Ese fue también uno de los motivos de la rápida propagación del cristianismo entre los galos, los godos, los francos, los germanos, los eslavos e incluso los vikingos, porque cristianizarse equivalía entonces a romanizarse, y romanizarse era signo de cultura y de civilización.

LA DEBILIDAD DEL AMO DEL MUNDO

Las causas del derrumbamiento del Imperio Romano han sido siempre motivo de discrepancia y debate, porque historiadores y estudiosos señalan distintos motivos para este desastre. Para unos, la culpa fue de Constantino el Grande, que se llevó la capital del imperio a Oriente y dejó a Occidente abandonado a su suerte. Dante le atribuye en la Divina Comedia haber hecho volar las águilas al contrario de su curso natural, es decir, de Oeste a Este, ya que trasladó las águilas romanas de la Pars Occidentalis a la Pars Orientalis del Imperio.

No está claro que las águilas prefieran volar en uno u otro sentido, pero lo cierto es que Occidente cayó en manos de los bárbaros un siglo después del traslado, mientras que Oriente se mantuvo en pie diez siglos más. Por otro lado, Constantino no fue el primer emperador romano que descubrió que en Oriente se vivía mucho mejor que en Occidente. Ya Diocleciano había decidido tiempo atrás que no había lugar tan hermoso en el mundo conocido como Nicomedia, una ciudad situada en la actual Turquía.

Otros autores señalan como causa del derrumbamiento el hecho de que el Imperio se dividiera entre varios gobernantes que no siempre se conformaban con la parte que les había tocado gobernar y probaban a despojar a los demás de la suya.

Al principio, el poder de Roma se repartió entre los triunviratos y, más tarde, entre las tetrarquías. Los triunviratos, como el que formaron César, Pompeyo y Craso, terminaron en luchas por el poder, pero al menos no dividieron el Imperio en pedazos de forma tan decisiva. Sin embargo, las tetrarquías se lo repartieron como si se tratase de una herencia.

Mientras los gobernantes se repartían el poder, los bárbaros de Galia y Germania atacaban a los condes romanos en la frontera septentrional del Rin y derrotaban a los batallones de hérulos y bátavos que luchaban en nombre de Roma. Valentiniano I hubo de construir fortificaciones a lo largo del Rin, pero entonces aparecieron unos nuevos piratas marinos con los que nadie había contado, los sajones, asolando las costas europeas y adentrándose por el coladero que formaban los ríos navegables.

El historiador latino Amiano Marcelino describe la desgarradora escena de rebaños de mujeres romanas empujadas a latigazos por los bárbaros. Eran parte del botín.

Todavía se pudo recuperar el Imperio de Occidente gracias a la fuerza de los ejércitos de Roma, pero ya había prendido la mecha de la sublevación y los bárbaros habían averiguado que no era imposible atacar al amo del mundo.

A finales del siglo IV, el emperador Teodosio, llamado el Grande, murió en Milán, y su testamento dividió el Imperio entre sus dos hijos, Arcadio en Oriente y Honorio en Occidente. Honorio era un niño de once años de aspecto bobalicón, pero ya su padre había considerado que la Pars Occidentalis que heredaba no sería más que un satélite del verdadero imperio, la Pars Orientalis que heredaba su hermano Arcadio.

Poco después entró Alarico en escena, un gigante pelirrojo que vestía la lóriga romana y mandaba el tropel de los godos. Asustados, Honorio y su hermana Gala Placidia trasladaron la capital del Imperio occidental a Rávena, una pequeña ciudad situada en la marisma pantanosa de las bocas del Po, donde las miasmas de las charcas de los pinares se ocuparían de defenderles de los bárbaros mejor que sus “ángeles”, sus guardias de seguridad personal de élite (JOSÉ PIJOÁN. Summa Artis. Tomo VII).

Les aseguraron que aquel lugar malsano bastaría para hacer retroceder al peligro godo, pero nadie se imaginó que el mismo emperador moriría de fiebres poco después, aunque oficialmente se dijo que murió de hidropesía, que era entonces una especie de cajón de sastre.

Así terminó el Imperio de Occidente. Hasta entonces, pese a las sublevaciones, los ataques y las invasiones, el Imperio había subsistido porque la capital, Roma, había permanecido intacta. Pero en 410, Alarico se atrevió a violar a la Urbe, acampando ante sus murallas y azuzando a sus huestes con la promesa de que allí encontrarían el paraíso godo de Muspellheim.

El Imperio Romano se circunscribió prácticamente a Oriente, quedando reducida la Pars Occidentalis a Rávena y a algunas ciudades más, rodeadas por godos, vándalos, hunos y francos. El augusto de Occidente apenas tenía espacio para moverse entre tantos extraños, que además le amenazaban por todas partes y a los que ya poco podía ofrecer a cambio de alianzas pacíficas. En 476 puede decirse que el Imperio de Occidente vio su fin porque el último monarca, Rómulo Augústulo, tuvo que dejar el poder a una coalición de germanos mandada por el ostrogodo Odoacro. Un escritor italiano del siglo XIX, Cesare Balbo, describe esa fecha como el inicio de la independencia de los pueblos italianos del poder de Roma.

UN JUGUETE PARA EL SUMO PONTÍFICE

Otra de las causas del derrumbamiento del Imperio Romano que muchos historiadores señalan fue el hecho de que los emperadores utilizaran el cristianismo no ya como un aglutinante de los pueblos sobre los que reinaban o como un modo de extender su dominio sobre el mundo, sino como un juguete con el que satisfacer su hambre de dirimir disputas doctrinarias.

Constantino el Grande fue el primer emperador romano que, sin molestarse en pasar por el agua bautismal, se proclamó sumo pontífice de la Iglesia cristiana a cambio de dar al cristianismo cierta preponderancia sobre los numerosos cultos que coexistían en Roma.

¿Habría algo más deseable para un soldado inculto, hijo de una tabernera, vestido de púrpura, lleno de afeites y con un manto enjoyado, como le describe su sobrino Juliano (GORE VIDAL. Juliano el Apóstata. Salvat), que hacer y deshacer en algo tan inalcanzable para la mayoría de los mortales como son los misterios religiosos? ¿Y qué mejor que presidir concilios y dictar “verdades” rubricadas por obispos de toda la cristiandad?

El cesaropapismo o, lo que es lo mismo, la superioridad del emperador sobre el papa en asuntos religiosos, se inició, pues, con Constantino I, y se consolidó en el siglo VI con Justiniano, quien también se valió de su posición de sumo pontífice de la Iglesia para imponer sus ideas teológicas.

Por tanto, a la pregunta de qué hacía el augusto mientras sus enemigos se aprestaban a atacar al Imperio por todas sus fronteras, no faltaría quien respondiera: inmiscuirse en asuntos escatológicos que no le concernían y, además, exponerse a perder el trono. Justiniano estuvo a punto de perderlo en una revuelta popular de carácter...