Search and Find

Book Title

Author/Publisher

Table of Contents

Show eBooks for my device only:

 

Tratado sobre los Vampiros

Tratado sobre los Vampiros

of: Augustin Calmet

Reino de Cordelia, 2011

ISBN: 9788493891343 , 304 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

Windows PC,Mac OSX geeignet für alle DRM-fähigen eReader Apple iPad, Android Tablet PC's Apple iPod touch, iPhone und Android Smartphones

Price: 7,99 EUR



More of the content

Tratado sobre los Vampiros


 

Los vampiros y el padre Calmet
por LUIS ALBERTO DE CUENCA


EN SU ACEPCIÓN MÁS SENCILLA, el vampirismo es la práctica de la succión de sangre humana sobre persona viva, llevada a cabo con diversas finalidades, en ocasiones de índole religiosa. La literatura, sin embargo, ha popularizado un tipo muy concreto de vampiro, desde el descrito por John William Polidori, médico personal de Lord Byron, en su relato El vampiro (1819), pasando por la mujer vampira creada por Sheridan Le Fanu en Carmilla (1871), hasta llegar a la célebre y magistral novela Drácula, del irlandés Bram Stoker, que tanto éxito ha tenido desde que se publicara por primera vez en 1897, y que ha sido llevada al cine por directores tan prestigiosos como Tod Browning (1931, con el inolvidable Bela Lugosi en el papel de Drácula) y Terence Fisher (1958, con un espléndido Christopher Lee como protagonista). La novela de Stoker trata de un conde vampiro que conserva ad aeternum en su castillo de Transilvania una vida sólo aparente, ya que sus funciones de nutrición y desarrollo están suspendidas, siendo su única fuente de alimentación y energía la sangre que succiona de la yugular de sus víctimas, a las que no mata en seguida, sino que va llevándolas poco a poco a la muerte por extenuación. Y todo esto ocurre en el Londres fantasmagórico de finales del siglo XIX en la época de Jack el Destripador. Allí se ha trasladado el diabólico aristócrata transilvano desde sus lares patrios en busca de nuevas emociones que mitiguen su aburrimiento inmortal.
El vampirismo reflejado en el texto de Stoker lleva aparejada la función de proselitismo, toda vez que el vampiro actúa solamente sobre aquellas víctimas que despiertan en él una cierta simpatía y que, al mismo tiempo, experimentan una cierta atracción por él, algo así como ocurre, por ejemplo, con el adicto a las drogas que busca compañero de vicio en alguien predispuesto a los fármacos. Como la acción crea el órgano, en la iconografía derivada del Drácula de Stoker el vampiro, además de tener las palmas de las manos repletas de vello, posee dos enormes colmillos de particular conformación que absorben la sangre de la víctima en una especie de beso-mordisco de efectos voluptuosos y adormecedores. No resulta gratuito, en materia de vampirismo, evocar la figura del Dr. Freud, sobre todo cuando las cosas adquieren estos tonos oníricos y escabrosos; por otra parte, Freud y Stoker fueron contemporáneos.
Otra catalogación del vampiro real e histórico comprende aquellos hombres o mujeres a quienes les complace la sangre humana, ya porque la consideren manjar imprescindible para su propia existencia, ya porque un brujo o curandero se la haya prescrito para la cura de ciertas dolencias que con su consumo remitirían, o para la conservación de una vida efímera que sólo puede perdurar con la aportación continua de sangre joven y vigorosa. Pero dejémonos de definiciones acerca de temas tan morbosos y viajemos con la imaginación al siglo XVIII. En 1749, el abad de Sénones, en Lorena, daba a las prensas sendas disertaciones sobre apariciones de espíritus y sobre los vampiros o revenans (sic, sin la t final; es decir, “revinientes” o “redivivos”) de Hungría, de Moravia, etc. El abad de Sénones era un sabio benedictino llamado Dom Augustin Calmet. Había nacido en Mesnil-la-Horgne, cerca de Commercy (Lorena), en 1672. Moriría en París en 1757.
Entre sus numerosas obras se cuentan un Comentario sobre el Antiguo y Nuevo Testamentos (París, 1707-1716, veintitrés volúmenes) que luego resumió en su Tesoro de las antigüedades sagradas (1722), un Diccionario crítico e histórico de la Biblia (cuatro gruesos volúmenes en folio), una monumental Historia universal sagrada y profana (Estrasburgo, 1735-1771; los últimos volúmenes aparecieron póstumamente) y un nutrido acervo de obras de erudición local referidas a la Lorena.
Este auténtico monstruo de la erudición bíblica corrigió y aumentó sus disertaciones sobre aparecidos y vampiros de 1749 dos años después, dando a la luz un Traité sur les apparitions des esprits, et sur les vampires, ou les revenans de Hongrie, de Moravie, &c. en dos tomos (París, chez Debure, 1751) que constituyen un verdadero festín de dioses para el buen bibliófilo y que ahora tengo sobre mi mesa. Cuando Dom Calmet redactó este primer manual de Vampirología —el segundo tomo, ofrecido en esta edición, es el que se ocupa propiamente del tema vampírico— quizá no fuera consciente de que estaba iniciando, en pleno Siglo de las Luces, una corriente subterránea y oscura que amenazaba con prestigiarse mucho en años posteriores. La obsesión por lo sombrío, por lo nocturno, por lo irracional, por lo “gótico”, alcanzaría pronto a la más rancia aristocracia británica: The Castle of Otranto, cuyas primeras copias salieron de los tórculos de Strawberry Hill en las Navidades de 1764, sería el primer fruto literario de esta nueva sensibilidad que tendría en su autor, Lord Walpole, y en sus sucesores Mrs. Radcliffe, Clara Reeve, M. G. Lewis, Beckford, Maturin y tantos otros, cultivadores literarios de excepción.
“La fuerza más importante del vampiro radica en que nadie cree que existe”, solía repetir Van Helsing en la novela de Stoker. Calmet no afirma ni niega nada, pero ofrece un sinfín de testimonios. Entre ellos, el del escritor francés Joseph Pitton de Tournefort, quien fue testigo de la gran epidemia vampírica que, entre los años 1700 y 1702, diezmó la población de Mícono, pequeña isla del archipiélago de las Cícladas, en el Egeo.
Empezaron a aparecer centenares de personas con pequeñas incisiones en el cuello y en las arterias de los brazos que daban de inmediato signos de agotamiento y que acababan por morir. Los afectados eran, indistintamente, hombres y mujeres jóvenes y niños de ambos sexos. Se utilizaron diferentes métodos curativos sugeridos por médicos y curanderos, pero sólo una acción fue eficaz para terminar con tan extraña epidemia: grupos de aldeanos armados con estacas de fresno afiladas en una de sus puntas recorrieron todos los cementerios de la isla y abrieron todas las tumbas; aquellos cadáveres que no se hallaban en evidente descomposición o que presentaban un aspecto saludable fueron atravesados con las estacas de fresno a la altura del corazón. Como la epidemia de vampirismo desapareció a partir de entonces, se generó entre los nativos y entre quienes presenciaron los hechos un argumento de peso en favor de la existencia de los muertos vivientes que, por las noches, abandonan sus tumbas para, en forma de vampiros, ir a buscar entre los vivos la sangre que les es necesaria para prolongar su precaria existencia ultraterrena.
Los anales históricos de la Baja Hungría —sigue contando el inefable Dom Calmet— relatan otro curioso ejemplo de vampirismo. El 10 de septiembre de 1720 un grupo de ciudadanos de Krislova pidieron al comandante austriaco de la zona permiso para exhumar y destruir por el fuego el cadáver de Pedro Plogojowitz, quien varias semanas después de su muerte había sido visto en aquella ciudad lanzándose al cuello de varias personas para chuparles la sangre. Todas las personas que habían tenido el fatal encuentro habían muerto al día siguiente, dictaminando el médico “falta total de sangre”. El comandante austriaco no quiso dar crédito a tan fantástico relato y denegó el permiso de exhumación. Pero tuvo que reconsiderar su decisión cuando la delegación de ciudadanos de Krislova volvió a visitarle informándole que otras nueve personas habían muerto durante los últimos días en las mismas extrañas circunstancias que las anteriores. Finalmente, el militar, precedido por el párroco, fue al cementerio e hizo abrir la tumba en que estaba enterrado el tal Plogojowitz, quien apareció intacto, con un aspecto sonrosado y con la boca llena de sangre fresca. Se trataba, por tanto, de un vampiro, y como tal se procedió con él: se afiló una estaca de fresno y se le clavó entre las costillas hasta alcanzar el corazón, y luego se quemó el cadáver.
En el pueblo de Blow, en Bohemia, un vampiro dio muerte a mucha gente. Los campesinos abrieron la tumba del monstruo y le clavaron en tierra con un palo afilado. “Qué amables sois —dijo el vampiro— al proporcionarme un bastón con el que ahuyentar a los perros.” Esa misma noche, se levantó y ahogó a cinco personas. Al día siguiente, fue entregado al verdugo, quien le atravesó varias veces con un hierro. Cuando era llevado a la hoguera en un carro, fue rugiendo todo el camino y moviendo desordenadamente los brazos y las piernas. Tras su ejecución, en 1706, el pueblo pudo vivir tranquilo. “Gracias a Dios —añade Dom Calmet— no somos crédulos como la gente sin cultivar. Pero debemos admitir, sin embargo, que la luz de la ciencia no ha sido capaz de iluminar con sus rayos un caso como éste.”
Hasta aquí algunos casos de vampirismo expuestos por Calmet en su Tratado, cuya lectura es una auténtica delicia, como en seguida comprobarán. Quien lo leyó en su francés original, y muy poco después de que saliera de las prensas, fue Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, un gallego de Casdemiro (Orense) que nació en 1676 y moriría en su convento de Oviedo en 1764, siendo, pues, casi estricto coetáneo del vampirólogo francés.
En España, el siglo XVIII es, sin duda, el siglo de Feijoo. Fray Benito creyó que se podía erradicar la superstición desde una celda conventual (era benedictino, como Calmet). Con el pretexto de desterrar los errores del vulgo, nos ofrece en su Teatro crítico universal y en...