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Asesinato en el Kremlin - XIV Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca

Asesinato en el Kremlin - XIV Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca

of: Alejandro M. Gallo

Rey Lear, 2011

ISBN: 9788492403899 , 224 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 4,99 EUR



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Asesinato en el Kremlin - XIV Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policíaca


 

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EL MAGNICIDIO


«HAN ATENTADO contra el camarada Kirov».
Las palabras al teléfono del jefe de seguridad del antiguo Instituto Smolny, sede del Soviet de Leningrado, retumbaron en la cabeza de Igor Litonev, recién ascendido a comandante. Nada más escucharlas en el Departamento de Homicidios aquella gélida tarde de miércoles en un estrenado diciembre de 1934, impulsado por los años y la experiencia como detective —operativnik, como los llamaban desde la Revolución—, saltó de su despacho a un coche de la Milicia de Trabajadores y Campesinos en menos tiempo del que empleaba el sol en caldear las calles de Leningrado.
—¡Acelere! —gritó a su chófer desde el asiento trasero del auto.
—No puedo, camarada comandante. El pavimento está cubierto de hielo.
«Llegaría antes si fuese reptando», farfulló para sí Litonev, al tiempo que abría la pitillera y sacaba un Herzegovina Flor. Sus manos enguantadas necesitaron tres fósforos para encenderlo. Dio una calada y se relajó, estirando las piernas sobre el asiento y apoyando la nuca en el cristal. Cerró los ojos. «Camarada Kirov, debería incrementar su seguridad, como el camarada Stalin», le había recomendado la última vez que estuvo con él. «No necesito un ejército. Con Borisov a mi lado me basta», le había respondido. Ahora, el comandante se preguntaba dónde había estado Borisov mientras atentaban contra su protegido.
—¿Le espero?
Las palabras del conductor le devolvieron al presente.
Se ajustó la ushanka en la cabeza y abrochó las orejeras por debajo de su barbilla. Echó un vistazo de reojo a los relucientes galones de comandante en sus hombreras, y colocando un nuevo pitillo en la comisura de los labios, abrió la portezuela del vehículo con la estrella roja de cinco puntas dibujada bajo la palabra Militsiya. Apenas asentó sus botas sobre la nieve y se irguió, cerró de un golpe la puerta. La brisa helada le asestó un vergajo en el rostro. Arrimándose a la ventanilla del conductor, le ordenó:
—No se mueva hasta que yo regrese.
Con las manos en los bolsillos del abrigo, caminó despacio por la acera nevada. Sus pasos eran cortos, no por inseguros, sino porque los zapatos le apretaban. Eran un número menor al que le correspondía, pero había que aceptarlo. «Sacrificios por la Revolución», se dijo. Llegó hasta los portones enrejados del muro que circundaba el edificio del Soviet de Leningrado, y los soldados de la Milicia se cuadraron ante él.
—¿Ha salido alguien? —les preguntó sin sacarse la colilla de los labios.
—No, camarada comandante —respondió el que portaba galones de cabo.
—¿Quién ha venido?
—Usted es el primero…
—No dejen entrar ni salir a nadie. —Arrojó la colilla en la nieve, la pisó y, con los ojos encendidos, añadió—: Seguro que vendrán agentes del NKVD. Que accedan, pero no sin enseñarles antes sus credenciales.
—A la orden, cama…
Se adentró en el patio. El jardín se veía cubierto de nieve, lo que impedía adivinar los esquejes marchitos de los arbustos. Hasta la estatua de Lenin, con la mano abierta arengando a las masas, lucía copos sobre los hombros y la gorra. En el tejado, la bandera roja se mecía con desgana.
Ascendió por la escalera de piedra —doce escalones; no necesitaba contarlos: había subido hasta la sede del Soviet cientos de veces— y traspasó las enormes puertas de metal y cristal. Por el pasillo se oía el eco de murmullos. Se quitó los guantes, encendió otro cigarro y avanzó sobre las baldosas de mármol grisáceo hacia el origen de las voces.
Una docena de personas, entre ellas soldados de la Milicia, se arremolinaban sobre algo. Al reconocerle, los guardias se separaron en dos grupos, abriendo un corredor. En el centro, distanciados entre sí un par de metros, dos charcos de sangre reciente. Uno era más oscuro que el otro. «Una de las heridas ha sido mortal», pensó. No distinguió casquillos, sólo dos rastros de gotas carmesí —posiblemente, el trayecto de la evacuación de dos cuerpos—. «¿Quién será el segundo?», se preguntó. Enfrente, la puerta de acceso a la vivienda de Kirov.
—¿Dónde está Borisov? —exigió saber el comandante.
Uno de los soldados, cuyo rostro le era desconocido, señaló al final de pasillo. Litonev distinguió entre las sombras la enorme figura del guardaespaldas, de cuclillas, con el rostro inclinado y apoyado sobre las palmas.
El jefe de seguridad de la Milicia en el Soviet, un joven sargento con un mostacho que imitaba el de Stalin, corrió al encuentro del comandante. Al alcanzarlo se cuadró, esperando las consignas.
—Aparten a los curiosos y que nadie se acerque a la sangre —ordenó Litonev.
El sargento asintió. Litonev escrutó la expresión desencajada de los presentes, dio otra calada y añadió:
—Identifiquen y tomen declaración a todos los presentes. Quiero sus manifestaciones en mi mesa cuanto antes.
Los soldados, empuñando sus fusiles, comenzaron a apartar a la gente. El sargento sacó una libreta y llamó a alguien.
Litonev avanzó hacia la oscuridad. Las paredes supuraban humedad y el olor a moho se volvía más intenso. En la penumbra, apartado, con un revólver Nagant, una navaja ensangrentada y un zurrón depositados a su lado en el suelo, Borisov se frotaba el rostro y mesaba sus cabellos mientras repetía:
—No es posible, no…
—Camarada Borisov.
Al oír su nombre, alzó los ojos ante el cuerpo nervudo y el rostro pétreo y seco de su amigo Igor Litonev, cuyas mandíbulas se dibujaban poderosas. Se levantó como un latigazo y lo abrazó.
Litonev había distinguido en las sombras los ojos llorosos del guardaespaldas, que contrastaban con su enorme corpachón de antiguo labriego ucraniano. Lo apartó con suavidad.
—Infórmame.
Borisov se limpió las lágrimas con el dorso de sus zarpas y carraspeó. El comandante sacó una libreta y una pluma del bolso interior de su abrigo, un posible deje de su anterior puesto de operativnik.
—Estábamos en los aposentos privados…
—¿Estábamos? ¿A quién te refieres? —A Kirov, a Stevo Gorokova, su secretaria, y yo.
Litonev anotó los nombres y con un gesto le animó a continuar.
—Kirov preparaba el discurso ante los miembros del Partido en el congreso de la ciudad donde pretendía comunicarles el fin del racionamiento del pan. Gorokova tomaba notas y corregía. Yo preparaba el té…
Aquello no pilló de sorpresa al comandante. Sabía desde hacía tiempo que la relación entre Kirov y Borisov era de profunda amistad, más allá del simple vínculo entre escolta y cargo político, por lo que el secretario del Comité Central del Partido nunca había aceptado ni un incremento ni un relevo en su protección.
—…A las cuatro y media avisaron de que había una llamada urgente desde el Kremlin por la línea directa…
—¿Cómo estás tan seguro de la hora?
—Comprobé el reloj al colocar el té en el fogón. Tendría que esperar al regreso de Kirov.
—¿No sospechaste nada?
—Igor, nadie sospecha de una llamada desde el Kremlin. Era lo habitual.
—Prosigue.
—Oí cerrarse la puerta, lo que me indicaba que Kirov ya había llegado al pasillo. De inmediato sonó un disparo y un grito. Salí corriendo con la pistola desenfundada, pero me costó acceder al corredor. Cuando lo logré, comprobé la razón: al derrumbarse Kirov, sus piernas quedaron bloqueando las hojas de la pue…
—¿Qué te encontraste?
—Kirov presentaba un disparo en la nuca. El otro…
—¿Qué otro?
—Tumbado junto a él había un guardia cuyo rostro me resultó familiar. Al distinguir su cazadora de cuero reglamentaria, pensé que había sido la segunda víctima del atentado. Pero no le presté atención, pues mi prioridad era evacuar a Kirov hasta la clínica particular del Soviet. Cuando se presentó el doctor, alguien a mi espalda indicó que el otro sólo estaba inconsciente.
—¿De quién se trataba?
—Al parecer es Leonid Viktorovich Nikolayev, un antiguo guarda del edificio.
—Estabas en la llegada del médico.
—Sí. Ordenó llevar a Kirov hasta sus dependencias. Lo cargaron en una camilla, pero antes de acompañarles, escruté el cuerpo del guarda caído. No había rastros de sangre alrededor y, a su lado, estaba ese revólver —dijo, señalando el Nagant en el suelo.
El comandante se enfundó los guantes y recogió el arma. Abrió el tambor, sólo había un cartucho percutido. —¿El arma utilizada?
—Posiblemente.
—Has dicho que no había rastros de sangre. Sin embargo, ahí hay dos charcos.
—A eso iba. Todo es muy extraño. El cuerpo no tenía signos de violencia y portaba este zurrón.
—¿Qué contiene?
—Una especie de diario. No lo he leído.
—¿Qué pasó luego?
—Según evacuaban a Kirov, recogí el revólver y ordené a los guardias que atendieran al inconsciente. El doctor se encerró en el quirófano con el cuerpo aún con vida de Kirov y no dejó pasar a nadie. Todavía sigue… —¿No ha muerto?
El escolta negó con la cabeza y se llevó la mano a los ojos. Litonev esperó unos segundos y, a continuación, le instó a proseguir.
—Cuando regresaba al lugar del atentado,...