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Una semana de lluvia - Una aventura de Plinio

Una semana de lluvia - Una aventura de Plinio

of: Francisco García Pavón

Rey Lear, 2012

ISBN: 9788494014901 , 240 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 7,99 EUR



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Una semana de lluvia - Una aventura de Plinio


 

VIERNES


PLINIO, A PESAR DE SER HOMBRE más que maduro, cuando llegaban los días feriados del pueblo, allá por la cola del agosto, se sentía renovalío y bullente. Tal vez sus mujeres le contagiaban la comezón. Pasada la Virgen de agosto, cuando pintaban las uvas, presas de un telele ancestral, ellas empezaban la faena de enjalbegar la fachada, pintar las puertas y hierros de color verde —la portada un año sí y otro no—; encintaban el patio, lavaban los visillos y podaban los hierbajos de los arreates que festoneaban el corralazo trasero... De suerte que al llegar el día de la pólvora —víspera de ferias— la casa de puro relucía, imponía mucha purificación. ¿Qué esperaban «sus mujeres» de la feria, aparte del turrón y mazapán que Plinio les traía de casa de la Elodia? ¿Qué aguardaba el propio Plinio, ya canosos los pelos del pecho, de la semana de feria, a no ser vestirse el uniforme nuevo todos los días, pasarse más rato en el Casino e ir «de servicio» a los toros y al circo alguna tarde? A todo lo más, pasear algún día con don Lotario o sus mujeres por el ferial. Pero lo cierto y fijo es que, a pesar del reducido catálogo de esperanzas, Manuel González, alias Plinio, jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, cuando la feria del pueblo asomaba la ceja por el calendario, como en sus tiempos mozos, sentía la sangre más líquida y que nuevas rúbricas de sonrisa y desparpajo le acudían a los labios y al ademán.
Pero el año que digo, las cosas se malterciaron el mismo día de la pólvora para no remediarse en toda la semana.
CUANDO PLINIO ACABÓ aquella mañana sus burocracias, señalamiento de servicios especiales y dejó en su punto las órdenes oportunas del señor alcalde y del presidente de la comisión de festejos, con sus pasos calmos, se llegó al Casino de San Fernando para tomar las primeras cervezas de la feria. Además, estaba citado al filo de las dos con don Lotario; Claudio Arrarte, que les iba a presentar a su nieto de dos años; Luis Pérez, que por vez primera venía a pasar la feria al pueblo; Recinto el exiliado, que se había revecindado luego de treinta años por América, y Coño Venegas, que cumplía sus primeras cincuenta ferias y quería hacer «un estropicio» —son sus palabras— por si no volvía a efectuarse parejo cumplimiento. Pues según decía, todos los de su familia que él alcanzó celebraron el primer centenario igual que el segundo, es decir criando malvas.
Al cruzar la plaza, Plinio echó un ojeo al cielo por cima de la visera de su gorra gris, porque lo sintió de pronto excesivamente capotón, sin pensar que aquella súbita cobertura fuera a tener más ley que una tormentilla canicular de esas que aventan los últimos polvos de las parvas, barnizan las hojas de los árboles y dejan luego un oreo perfumado y respiradero. De pronto la plaza se había cubierto con una boina de nubes luteñas, y todo el pueblo parecía más recogido, protervo y silencioso. Ya en la misma puerta del Casino sintió un amago de trueno y no sé qué aliento cálido que le trepó por las bocas del pantalón. Entró y notó en seguida el bulle bulle de más gente que la habitual a aquella hora en días ordinarios y el flamear de sonrisas y compadrazgos, que sólo cuajan en vísperas de festejos y huelgas. A pesar de esta animación, por causa de las nubes, el salón bajo del San Fernando aparecía ensombrajado y cenicero.
Iba hacia la barra buscando la compañía, sin reparar en la retaguardia, y fue de ésta precisamente de donde salió el vozarrón de Claudio, que con su deje entre vasco y tomellosero lo reclamaba:
—¡Jefe, aquí!
En ancho coro, junto a un ventanal, estaban los contertulios dichos y otros fuera de cuenta, que con mucho regocijo y palabrería bebían de las jarras de cerveza con bigote de espuma y pinchaban en los muchos platos de aperitivo que había sobre los mármoles. Ante el ambiente plomo de la plaza que se veía tras los ventanales, la cerveza era un consuelo de luz.
—Ha llegado la FBI compañeros. Se acabó el hablar mal del régimen —dijo Claudio con ademanes muy aspavientosos y hechos con una sola mano, mientras con la otra sostenía sobre las rodillas a su nieto, casi recién estrenado—. Le presento, jefe, al que le va a quitar el puesto, porque va a ser más listo que usted como de aquí a Lima.
Plinio le hizo una tímida caricia al chavalete y en seguida felicitó a Benito Venegas, alias Coño Venegas, que se lucía, convidador, con muchos ofrecimientos y sonrisas. Tomó asiento, y Moraleda, que estaba al cuido del cumpleaños, le trajo una jarra de cerveza y cortezas fritas, que le gustaban a Plinio como aperitivo de arranque.
—Pero Manuel, tome usted langostinos, que los paga Coño.
—Después.
Luis Pérez, con la cachimba en el rincón de la boca, sonreía a medias contemplando a Coño y a Plinio. Éste ofreció un trozo de corteza al nieto, que se la comió bizqueando un poco, como es natural, cuando se mira lo que se engulle.
—De modo, Venegas, que cincuenta años. ¿Y qué tal te han caído? —(Plinio).
—Coño, malamente.
—¿Por qué, hombre?
—Coño, porque es una edad sin fácil doblete.
—Nunca se sabe.
—Coño, ¡y qué no!
—El hermano Escobillas llegó a los ciento cuatro —notició Claudio.
—Ese, coño, es que tenía la potra mayor del pueblo. Pero
yo no.
—¡Ay, qué tío! Y qué tendrá que ver.
—En serio, coño. Yo me noto el cuerpo muy desavenío.
Cada vez que Venegas decía su coño estribillo, y lo venía diciendo desde que era niño, los contertulios se reían.
—Venga, Benito, anímate, a ver si eres capaz de hablar una frase completa sin recostarla en el coño —le invitó Claudio.
—Coño, Claudio, qué cosas tienes.
El coro de risas fue un disparo general, pero no cumplió su curva de entonación, porque de pronto se alumbró el cielo con un relámpago tan ancho y llameante que todos, casineros y peatones, tuvieron que cerrar los ojos y dar una encogida como si les echaran la luz en la cara. Apenas se apagó el relámpago, se hizo un silencio temeroso en espera del trueno aparcero, que llegó a su aire con menudo temblor de cristales.
—¡¡Coño!! —gritó Venegas con el jarro de cerveza en suspenso.
Sucedieron otros truenos comparsas, de menos orquesta, que todo el mundo recibió callado, menos el nieto de Claudio que rompió a llorar con muchísima congoja.
—Calla, hermoso, calla chico... Es el coño más a cuento que te ha salido en tu vida, Venegas... Calla hermoso, si ya se ha pasao —decía Claudio atendiendo al nieto y al cumpleañero con la misma boca.
Ardieron en seguida nuevos relámpagos, no tan lucidos como el delantero, con sus respectivos acuses tronadores, y sin chispeo anunciador, arrancó a llover tan aina y cortinero, que en pocos segundos no veían la frontera Posada de los Portales. Y como si cada adoquín fuese un manantial, la plaza se anegó supitaña.
Cuantos estaban en el Casino abandonaron vasos y partidas para acercarse a los ventanales y ver aquel descenso de aguas, entreverado de granizo, tan furioso. Los dos camareros, Perona y Moraleda, el repostero Eugenio, su mujer, su hijo y el conserje, se agolpaban contritos ante las cristaleras como si desfilasen por la plaza todos los enemigos del orden y del bien común.
Si parecía que iba a amainar el chaparrón, de pronto llegaba el alerta de nuevos relámpagos, el calderoneo de sus truenos anchos, y con nuevo aliento arreciaba el aguacero como si fuese a convertirse el pueblo en puerto de mar, según prometió aquel que antaño se presentó a diputado.
—«¿Qué queréis, hijos de Tomelloso?».
—«Que hagan el pueblo puerto de mar».
—«...Concedío».
A los quince minutos poco más o menos del primer ataque, el agua rebasó las aceras y se colaba bajo las puertas del Casino.
Poco a poco se distendieron los nervios y volvieron a oírse palabras sueltas, a verse lumbres de cigarros y reencuentros con la copa y la partida, augurando todos mal tercio para la feria y el viñedo.
Chorreando las barbas y la melena, con la camisa de cuadros azules y blancos empapada, apoyándose en la muleta, y una guitarra enfundada colgada en bandolera, entró Cachondo Mudela. Se plantó en el comedio del Casino, se sacudió el agua con vibraciones zoológicas y se sentó, dejando sobre otra silla muleta y guitarra.
José Mudela, que así era su nombre —aunque él quería que le llamasen Giocondo y la gente le decía Cachondo—, era un medio mendigo, cantor de protesta, natural de Burgos, que había caído por el pueblo cuando la última romería de la Virgen de las Viñas y allí se quedó en espera de la feria. Debía andar sobre los cincuenta años y era hombre de poco hablar y mucho mirar. Mientras le traían el café, de cuando en cuando, como un león de dibujos animados, meneaba las melenas para escurrirse el agua, sin dejar de mirar con cierta enfática obsesión el mármol de la mesa.
Los contertulios de Plinio, al ver que el Cachondo se quedaba transido y sin reprise, hicieron gesto de no entender y mecieron los vasos para resucitar la espuma de la cerveza, amainada con tan larga suspensión. Calló o casi calló el nieto de Arrarte, y Venegas, dando palmadas para quitarse el susto y a la vez llamar a Moraleda,...