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La Ruta de las Estrellas

of: Ignacio Merino

Punto de Vista, 2013

ISBN: 9788415930044 , 199 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 5,99 EUR



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La Ruta de las Estrellas


 

I
De costa a costa
Santoña - Puerto de Santa María
1486

“El hombre es la sombra de un sueño.”

Píndaro

Arreciaba el temporal en el Cantábrico. Crujían las quillas en la dársena, el viento aullaba colándose por las rendijas de las ventanas. En la oscuridad de su cuarto, Juanillo se levantó y anduvo a tientas hasta encontrar la lámpara de aceite. El momento había llegado. Con cuidado, atravesó de puntillas el zaguán de entrada poseído por un extraño sentimiento, entre temeroso y valiente, como si fuera a desafiar la tenebrosa tormenta. Cuando llegó a la puerta del dormitorio de sus padres, llamó con cuidado.

—Pasa.

El día no había despuntado pero ninguno de los dos dormía. Al ver entrar al chico con el rostro desencajado por la noche en vela, la madre dejó escapar un sordo quejido que expresaba a partes iguales resignación y pesar. La mujer se levantó con desgana mientras se echaba sobre los hombros una toquilla. El padre se enderezó contra el cabecero con la espalda erguida, mirándose las manos sobre el embozo. Aquellas manos rendidas que no podían retener al hijo que se les iba.

—Deja la lámpara en la taquilla, mientras tu madre va a calentar un tazón de leche.

—Sí, padre.

—¿Has dormido bien?

—Un poco.

—¿Lo has vuelto a pensar?

—Sí.

—¿Y no hay marcha atrás?

—No.

—Entonces acércate, hijo mío. Voy a darte mi bendición.

Juan se arrodilló a los pies de la cama. Se había prometido no llorar y lo estaba consiguiendo, aunque a duras penas. Mientras su padre recitaba en latín una oración larguísima que invocaba santos, vírgenes y patronos de la mar, él pensaba en los días de marcha que le esperaban y sentía urgencia por partir de una vez.

En la cocina abrazó a su madre. Muchas veces se había despedido de ella para salir a pescar. Hoy, sin embargo, no encontró en ella el gesto alegre de otros días. Aquella brava mujer no sonreía. La ausencia del hijo iba a ser larga, demasiado incierta. Ni siquiera podía ir al puerto a decirle adiós, esperando que volviera al cabo de unas semanas por el mismo lugar. El chico iba a cruzar la Península de norte a sur.

—Juan, sé bueno, como eres tú. No te dejes engañar, pero tampoco engañes. Que nadie pueda quejarse nunca de tu comportamiento. Nunca. ¿Me lo prometes?

El muchacho asintió con la cabeza.

—Te he cosido cinco monedas de oro en el cinturón y llevas otras veinte de plata en los forros de las botas. En la taleguilla de la cintura, que va sujeta por dentro, puedes guardar los maravedíes que te dio tu abuelo. No olvides que por tierra hay más ladrones que en la mar y que pueden atacarte cuando estés dormido. Busca buenos compañeros de viaje, jóvenes de tu edad con los que puedas hablar y defenderte si llega el caso. Pero no desdeñes a los mayores si son de fiar, te enseñarán. Hijo mío, ten mucho cuidado y no olvides...

Juan tapó la boca de su madre con dulzura para hacerle callar y volvió a besar sus mejillas hundidas. Las lágrimas humedecieron aquel rostro curtido de sol montañés y brisa marina, endurecido por las esperas, crispado a veces por tanta incertidumbre. Por la ventana, la luz grisácea anunciaba otra jornada plomiza y lluviosa. Los barcos se balanceaban en el puerto, hoy tampoco saldrían. ¡Qué demonios! El muchacho hacía bien en buscar nuevos horizontes.

A medida que los picachos de la cordillera quedaban atrás, Juan despedía en su corazón los prados queridos de Cantabria, sus laderas oblicuas donde pastan a sus anchas las vacas tudancas de color canela. Nunca miraba atrás.

Tras cinco días de marcha llegó a Pancorbo, la cancela de roca que abre la inmensidad castellana. En una cabaña de pastores descansó un día entero, recuperó fuerzas y reanudó la marcha al alba. Quedaban muchas leguas por delante hasta llegar a Sevilla, pero no le asustaba el viaje. Era el mes de mayo y se hacía bien el camino. Lo que le preocupaba era pensar si sus esfuerzos tendrían sentido, si dejar las faenas de pesca con su padre, abandonar los amigos, el hogar, irse de Santoña, merecería la pena. ¿No acabaría como esos desheredados que pululan por los puertos malviviendo, consumiéndose si tenían suerte en algún barco de mala muerte? La aprensión rondaba su corazón, le acechaba por las noches, pero no era más que celaje pasajero, neblina que se disuelve al sol de la mañana. A los dieciocho años, el mundo es un campo virgen y la vida una apetecible apuesta que reclama triunfar.

Durante semanas, Juan organizó meticulosamente las jornadas. Se levantaba al amanecer, trepaba por los riscos, vadeaba gargantas y pasos, cruzaba llanuras inhóspitas y atravesaba despacio lenguas de montaña mientras escuchaba el chirriar de los guijarros que rodaban a su paso como si quisieran acompañarle y alegrar la caminata. Apenas se detenía. De cuando en cuando hacía un alto en un ribazo, dejaba el morral al abrigo de algún saliente de las rocas y se dedicaba a recoger moras y arándanos para comerlos sentado a orilla de la corriente. Tanto le atraía el agua, que acababa por mojarse la cara sin terminar el puñado de bayas o se zambullía entero sin pensárselo dos veces. Con los calzones todavía mojados recorría los alrededores buscando nidos de alondra y perdiz para arrebatarles los huevos mientras dejaba que el sol del mediodía le calentara la piel. Durante la tarde cazaba con su ballestilla conejos o torcaces que se pusieran a tiro y cuando llegaba la noche encendía una fogata para asar esas piezas que le sabían a manjar de dioses. A veces se le unía otro caminante, un joven locuaz que le confiaba sus sueños o algún anciano mendigo que no le ocultaba sus muchas desgracias.

Evitaba las poblaciones en las que pudiera haber pícaros o ladrones, pero decidió entrar en Valladolid. Un mesonero de Dueñas le contó que la reina Isabel iba a dar la bienvenida a Don Fernando, su esposo, quien volvía victorioso con su hueste desde las tierras del sur. Ella no lo había acompañado por su embarazo y ahora quería rendirle tributo en la plaza mayor vallisoletana, el mismo lugar donde se unieron dos siglos atrás los reinos rivales de Castilla y León. Con su gesto, la joven reina deseaba recordar a los castellanos que su marido gobernaba con ella, que los aragoneses eran hermanos en la Corona ayuntada de Castilla y Aragón. En sus primeros años de gobierno, Isabel no perdía la ocasión de hacer valer el lema de su reinado (Tanto Monta) y anunciar así la antigua España recuperada de los godos. La unión peninsular había asombrado a Europa aunque levantara suspicacias entre la nobleza levantisca y el reino de Granada. Ella quería asentar la Corona ayuntada de España y se esforzaba en mostrar que deseaba la paz con las naciones, por lo que se preparaba a establecer lazos dinásticos con las poderosas casas reinantes de Europa. El pueblo adoraba a su reina, digna descendiente de Berenguela la Grande y María de Molina.

Juan cruzó el postigo de Valladolid por la puerta del Puente Viejo. Quería respirar el palpitar de la Historia y ver de cerca a Doña Isabel.

Luchando por avanzar entre la multitud que llenaba la plaza y sus aledaños, el chico consiguió llegar cerca del estrado regio y pudo contemplar a la reina, majestuosa y estática, sentada sobre su sitial. Tanto se acercó a la línea de soldados que contenía al gentío, que consiguió distinguir las pupilas azules de la soberana. Por un momento, tuvo la sensación de que ella lo miraba a él, un joven humilde de familia de pescadores que quería hacerse marino de verdad. Al contemplar el rostro sereno de su reina, la voluntad del muchacho se endureció y juró para sus adentros esforzarse en sus propósitos y ofrecérselos a aquella mujer. Isabel pareció presentir los pensamientos de ese joven que la miraba con los ojos fijos porque, efectivamente, le sonrió.

Tras el bullicio de Valladolid Juan volvió a la tranquilidad del campo y los villorrios pequeños. Seguiría la Ruta de la Plata en vez de cruzar las montañas de Gredos, para hacer el camino más descansado. Cerca de Béjar, una tarde lluviosa en que la nostalgia le trajo dudas sobre su empeño y la tristeza le recordó la lejanía del hogar, se refugió en una tuda de la Peña de Francia. Allí trabó amistad con Alvar, un estudiante de Salamanca que apareció en el umbral de la cueva tan desmadejado como él. También iba a Sevilla para aprender geografía y cosas del mar. Juan no cesaba de preguntarle, quería saberlo todo.

—Yo que tú —decía el salmantino— me dejaba de estudios y de pamplinas. Como ya tienes experiencia marinera, lo mejor es que te presentes en la escuela de pilotos de Cádiz. Les llaman los vizcaínos porque casi todos son del norte. Muchos, incluso, creo que cántabros. Seguro que allí podrás encontrar una nave en la que probar suerte. Así aprenderás y tendrás un sustento.

A medida que se iba acercando a su destino, al montañés le invadió la ansiedad. Por las noches, en vez de descansar, insistía en seguir caminando y ganarle tiempo al viaje. El estudiante, por el contrario, no sentía la misma prisa. Aún le quedaban años de vivir de los sueldos que le mandaba su padre, un comerciante de pieles del campo Charro. Además le daba miedo andar en la oscuridad, las sombras de los árboles amenazaban su escasa voluntad.

—¿Y si nos perdemos, Juan?

—Seguiremos el camino de las estrellas, ellas no engañan. Descuida, Alvar.

Dejaron las murallas de Cáceres un atardecer caluroso y siguieron el camino en...