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Un lugar incierto

of: Fred Vargas

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788415723806 , 352 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Un lugar incierto


 

1


El comisario Adamsberg sabía planchar las camisas; su madre le había enseñado a aplanar la pieza de los hombros y alisar la tela alrededor de los botones. Desenchufó la plancha, guardó la ropa en su maleta. Afeitado, peinado, se iba a Londres, era ineludible.

Corrió la silla para instalarse en el cuadrado de sol de la cocina. La sala daba a tres lados, de modo que se pasaba el tiempo desplazando la silla alrededor de la mesa redonda siguiendo la luz, como el lagarto va dando la vuelta a la roca. Adamsberg dejó su tazón de café del lado este y se sentó de espaldas al calor.

Estaba de acuerdo en ir a ver Londres, comprobar si el Támesis tenía el mismo olor a colada enmohecida que el Sena, escuchar los gritos de las gaviotas. Cabía la posibilidad de que las gaviotas gritaran de forma diferente en inglés que en francés. Pero no tendría tiempo. Tres días de coloquio, diez conferencias por sesión, seis debates, una recepción. Habría más de un centenar de policías de alto copete apiñados en ese gran vestíbulo, maderos y nada más que maderos, venidos de veintitrés países para optimizar la gran Europa policial y, más precisamente, para «armonizar la gestión de los flujos migratorios». Era el tema del coloquio.

Director de la Brigada Criminal de París, Adamsberg tendría que hacer acto de presencia, pero no le preocupaba. Su participación sería ligera, casi etérea, por una parte debido a su hostilidad respecto a la «gestión de los flujos», por otra porque nunca había sido capaz de memorizar una sola palabra de inglés. Acabó tranquilamente su café, mientras leía el mensaje que le había enviado el comandante Danglard. 13:20 en recepción. Puto túnel. Tengo chaqueta decente para vd., con corb.

Adamsberg pasó el pulgar por la pantalla de su teléfono, borrando así el agobio de su adjunto como quien quita el polvo a un mueble. Danglard estaba poco adaptado a la marcha a pie, a la carrera, aún peor a los viajes. Cruzar la Mancha por el túnel lo atormentaba tanto como pasar por encima en avión. Aun así, no habría cedido su plaza a nadie. El comandante llevaba treinta años anclado en la elegancia del traje británico, en la que contaba para compensar su natural carencia de estilo. Partiendo de esa opción vital, había extendido su gratitud a todo el Reino Unido, convirtiéndose en el arquetipo mismo del francés anglófilo, adepto de la finura de modales, de la delicadeza, del humor discreto. Salvo cuando abandonaba toda moderación, que es lo que constituye la diferencia entre el francés anglófilo y el inglés de verdad. Así, la perspectiva de pasar unos días en Londres le hacía ilusión, con o sin flujo migratorio. Sólo quedaba superar el obstáculo de ese puto túnel que atravesaría por primera vez.

Adamsberg enjuagó el tazón, cogió su maleta preguntándose qué tipo de chaqueta y de corb había elegido para él el comandante Danglard. Su vecino, el viejo Lucio, propinaba fuertes golpes a la puerta acristalada, estremeciéndola con su puño considerable. La Guerra Civil española se le había llevado el brazo izquierdo cuando tenía nueve años, y parecía que el derecho hubiera crecido en consecuencia para concentrar en sí solo la dimensión y la fuerza de ambas manos. Con el rostro pegado a los cristales, llamaba a Adamsberg con la mirada, imperioso.

–Vente –farfulló en tono de mando–, no la saco ni de coña. Necesito tu ayuda.

Adamsberg dejó su maleta fuera, en el jardincillo desordenado que compartía con el viejo español.

–Me voy tres días a Londres, Lucio. Te ayudaré cuando vuelva.

–Demasiado tarde –gruñó el viejo.

Y cuando Lucio gruñía así, con sus erres repiqueteantes, producía un ruido tan sordo que Adamsberg tenía la impresión de que el sonido brotaba directamente de la tierra. Adamsberg levantó su maleta, con la mente ya proyectada en la Estación del Norte.

–¿Qué es lo que no puedes sacar? –dijo con voz distante mientras cerraba la puerta con llave.

–La gata que vive en el trastero. Ya sabías que iba a tener crías, ¿no?

–No sabía que hubiera una gata en el trastero, y además paso.

–Pues ya lo sabes. Y no vas a pasar, hombre. Sólo lleva tres. Uno muerto, los otros dos están todavía atascados, he sentido las cabezas. Yo empujo, masajeando, y tú extirpas. Ojo, no vayas a apretar como un bestia cuando los saques. Un gatito es algo que se te puede desmoronar en la mano como una galleta.

Sombrío y acuciante, Lucio se rascaba el brazo que le faltaba agitando los dedos en el vacío. A menudo había contado que, cuando perdió el brazo con nueve años, tenía una picadura de araña que no se había rascado hasta el final. Y que por esa razón la picadura le seguía escociendo sesenta y nueve años después, por no haber podido acabar el rascado, ocuparse de ello a fondo, concluir el episodio. Explicación neurológica proporcionada por su madre y que para Lucio, a la larga, había acabado constituyendo una filosofía total, que se adaptaba a cualquier situación y cualquier sentimiento. Hay que acabar las cosas, o no empezarlas. Ir hasta los posos, incluso en el amor. Cuando un acto de vida lo ocupaba intensamente, Lucio se rascaba su picadura interrumpida.

–Lucio –dijo Adamsberg más tajante mientras atravesaba el jardincillo–, mi tren sale dentro de una hora y cuarto. Mi adjunto está agonizando de preocupación en la Estación del Norte, y no voy a ayudar a parir a la bicha mientras cien jefes maderos me esperan en Londres. Arréglatelas, y ya me contarás el domingo.

–¿Y cómo quieres que me las arregle con esto? –exclamó alzando su brazo cortado.

Lucio retuvo a Adamsberg con su mano poderosa, proyectando hacia delante su barbilla prognática; digna de un Velázquez, según el comandante Danglard. El viejo no tenía ya la vista como para afeitarse correctamente, y había pelos que se salvaban de su cuchilla. Blancos y duros, enhiestos aquí y allí, eran como una guirnalda navideña de espinas plateadas que brillaran un poquito al sol. A veces, Lucio se pinzaba un pelo con los dedos, lo sujetaba resueltamente entre las uñas, y tiraba de él como quien se arranca una garrapata. No lo soltaba hasta que lo hubiera conseguido, conforme a la filosofía de la picadura de araña.

–Tú te vienes.

–Déjame en paz, Lucio.

–No tienes más remedio, hombre –dijo Lucio sombrío–. Se te cruza en el camino, tienes que aceptarlo. O te picará toda la vida. Sólo son diez minutos.

–También el tren se me cruza en el camino.

–Pero cruza más tarde.

Adamsberg soltó la maleta, rezongó impotente mientras seguía a Lucio hacia el cobertizo. Una cabecita viscosa y empapada de sangre emergía entre las patas del animal. Bajo las directrices del viejo español, la sujetó con suavidad mientras Lucio presionaba el vientre con gesto profesional. La gata maullaba terriblemente.

–¡Tira mejor, hombre! ¡Agárralo por debajo de las patas y tira! Vamos, con firmeza y suavidad, sin apretar la cabeza. Con la otra mano, rasca la frente a la madre, que está asustada.

–Lucio, cuando rasco la frente a alguien, se duerme.

–¡Joder! ¡Vamos, tira!

Seis minutos después, Adamsberg dejaba dos ratitas rojas y gimoteantes junto a las otras dos, sobre una vieja manta. Lucio cortó los cordones y las llevó una a una a las mamas. Lanzaba a la madre una mirada inquieta.

–¿Qué es eso de la mano? ¿Cómo duermes a la gente?

Adamsberg sacudió la cabeza, ignorante.

–No lo sé. Cuando pongo a alguien la mano en la cabeza, se duerme. Eso es todo.

–¿Es lo que le haces a tu crío?

–Sí. A veces, la gente también se queda dormida cuando hablo. He llegado a dormir incluso a sospechosos durante el interrogatorio.

–¡Pues házselo a la madre! ¡Apúrate, duérmela!

–¡Pero bueno, Lucio! ¿No quieres enterarte de que tengo un tren que tomar?

–Hay que calmar a la madre.

A Adamsberg le importaba un carajo la gata, pero no la mirada negra del viejo fija en él. Acarició la cabeza –increíblemente suave– de la gata, porque era verdad: no le quedaba más remedio. Los jadeos del animal fueron apaciguándose mientras los dedos de Adamsberg rodaban como canicas desde el morro hasta las orejas. Lucio ladeó la cabeza, con aire experto.

–Hombre, ya se ha dormido.

Adamsberg alzó lentamente su mano, se la limpió en la hierba húmeda y se alejó caminando hacia atrás.

Mientras avanzaba en la Estación del Norte, sentía las sustancias secándose y endureciéndose entre los dedos y bajo las uñas. Llevaba veinte minutos de retraso. Danglard se dirigía hacia él apretando el paso. Siempre daba la impresión de que las piernas de Danglard, mal hechas, iban a descoyuntarse de rodillas abajo cuando trataba de correr. Adamsberg levantó una mano para interrumpir su carrera y los reproches.

–Ya lo sé. Se me ha cruzado una cosa en el camino, y he tenido que aceptarla, so pena de rascarme toda la vida.

Danglard estaba tan acostumbrado a las frases incomprensibles de Adamsberg que rara vez se molestaba en hacer preguntas. Como tantos otros de la Brigada, desistía, sabiendo separar lo interesante de lo inútil. Sin aliento, señaló el puesto de registro,...