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Muerte blanca - El tercer caso de la agente Marian Dahle

of: Unni Lindell

Ediciones Siruela, 2012

ISBN: 9788415723868 , 392 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 9,99 EUR



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Muerte blanca - El tercer caso de la agente Marian Dahle


 

La gigantesca comisaría estaba construida en vidrio y acero. Se encontraba cerca de la cárcel del distrito, y la iglesia de Grønland era su vecino más cercano. Cato Isaksen estaba de pie junto a la ventana mirando fijamente hacia la torre blanca de la iglesia, que indicaba que eran las 09:30. Su cara marcada por las arrugas se reflejaba débilmente sobre la superficie de la ventana. Era martes, entre Navidad y Año Nuevo. Pensó que la Navidad siguiente era su turno para tener a Georg. Cuando sólo tienes a tu hijo en Navidades alternas, la nostalgia puede ser muy fuerte. Por la tarde recogería al niño de ocho años, fruto de la relación que mantuvo con otra mujer cuando él y Bente tuvieron una breve ruptura. Bente y él llevarían al chico a ver una película navideña al cine Saga esa misma tarde. Bente cogería el tren y se encontraría con ellos en Asker. Le hacía mucha ilusión.

La detective Randi Johansen se retiró el cabello claro de la frente y puso tazas de café sobre la mesa de reuniones ovalada. La comisaria Ingeborg Myklebust entró rauda en el despacho con un montón de papeles bajo el brazo. Medía 1,80, llevaba un traje de chaqueta azul marino y, anudado al cuello, un pañuelo de seda verde. Su cabello, que había sido de un rojo intenso, ahora era casi totalmente gris. Empujó los papeles sobre la mesa, sacó una silla y tomó asiento.

–Navidad superada para los que no habéis trabajado. Hoy es 29 de diciembre.

Randi Johansen agitó el termo de café. Ingeborg Myklebust continuó:

–Por cierto, ¿cómo le va a Roger? Su hijo ya tendrá varias semanas, ¿no?

–Roger vendrá en cualquier momento –dijo Cato Isaksen, cogió un archivador gris del escritorio y lo puso delante de él en la mesa, luego se sentó a su lado. Estaba orgulloso del nuevo despacho. Ingeborg Myklebust se había mudado una planta más arriba unas semanas antes, y él había dejado el armario que tenía por despacho hasta entonces y había ocupado el de ella. La verdad es que ya era hora. Había trabajado en la Brigada Criminal del distrito de Oslo durante diecinueve años.

–Asle también viene –dijo Randi.

La comisaria aceptó la taza de café que le ofrecía Randi Johansen.

–Tuve una reunión con las autoridades judiciales poco antes de Navidad. El jefe de la sección de Crimen Organizado de la Dirección General de la Policía quiere contar con dos o tres personas de nuestra sección para formar parte de un equipo especial contra el crimen de origen extranjero.

–Eso no es posible –dijo Cato Isaksen–, no tengo a nadie de quien pueda prescindir –abrió la carpeta que tenía delante–. Aquí tengo solicitudes de informes, un montón. A este paso no podremos hacer nuestro trabajo.

–Pensé que tal vez Marian y un par más... Por cierto, ¿dónde está?

–Viene con Roger y Asle –dijo Randi Johansen sirviendo café en la taza de Cato Isaksen.

–De momento sólo serían un par de horas a la semana –continuó Ingeborg Myklebust, dándole un sorbo al café–. Entiendo perfectamente que quieras que Marian se concentre en su trabajo aquí, al fin y al cabo ha demostrado ser bastante especial.

–No exageres, Ingeborg. No es ningún genio –Cato Isaksen apartó la carpeta y rodeó la taza de café caliente con las manos. Marian, que venía de la sección de Orden Público, había sido contratada sin su aprobación cuando él estaba de baja por estrés y sobrecarga de trabajo en relación con un caso de asesinato. No era desagradable, pero sus métodos no dejaban de causarle problemas. Ya era bastante excesivo que soltara que tenía la ambición de ser la mejor.

–Tiene una gran capacidad de trabajo –dijo Randi Johansen–. No tiene cargas familiares como el resto.

–Se dio cuenta de cosas que a los demás os pasaron desapercibidas, tanto en el caso de Høvik como en el de Buberg. En gran parte le debemos la resolución de los casos –dijo Ingeborg Myklebust.

Cato Isaksen se enderezó.

–Fue la amplia labor de todo el equipo la que…

Ingeborg Myklebust le interrumpió.

–Mi definición de un genio es que puede percibir contradicciones que al resto de las personas que nos llamamos normales se nos escapan. Marian tiene el olfato de un perro de presa. Es positiva y negativa. No puedes decir una cosa de ella sin decir la contraria.

Cato Isaksen tomó la palabra.

–Ya sabes que por culpa de Marian ha habido mucho malestar.

La puerta se abrió dando paso a Marian Dahle, con vaqueros y una sudadera roja. Sonrió, deseó a todos unas felices fiestas, se sentó en una silla que estaba en mitad del despacho y empezó a manipular el móvil.

Ingeborg Myklebust miró a Cato Isaksen, hizo girar el anillo que llevaba en el dedo corazón y fijó los ojos en Marian Dahle, que estaba sentada con aire masculino, los muslos separados como un alumno de secundaria aburrido de las clases. Su aspecto asiático le hacía aparentar 18 años. Su boca era fina, la nariz pequeña y los pómulos altos. La comisaria siempre había tenido la fuerte sospecha de que algo muy grave había ocurrido en la vida de Marian Dahle, algo que todavía la hacía sufrir.

–Llevas aquí apenas siete meses, Marian, ¿cómo te parece que van las cosas?

–Todo va guay –dijo.

–Tienes 32 años, Marian, no 15 –dijo Ingeborg Myklebust mirando los papeles que tenía delante–. Hemos recibido una queja. Nos exigen que hagamos una valoración del ambiente laboral.

Marian se puso de pie y se acercó hasta la mesa, arrastrando la silla tras de sí. Echó un vistazo a Cato Isaksen y Randi Johansen antes de enfrentarse con la mirada de la comisaria y poner las manos sobre la mesa. Nadie iba a conseguir que volviera a hablar mal de Cato Isaksen. Habían zanjado ese tema, los dos, aunque era verdad que él la había acusado de portarse como un elefante en una cacharrería.

Cato Isaksen se echó hacia atrás y se pasó la mano por la barbilla.

–¿Qué clase de queja?

Ingeborg Myklebust puso una mano con la manicura recién hecha sobre el informe de ambiente laboral.

–Se trata, por lo que he podido entender, de un profundo conflicto personal –apartó la mirada de Cato Isaksen para dirigirla a Marian Dahle–: Aquí hay empleados que consideran que el ambiente de trabajo es muy desagradable. Debo informaros de que este análisis del ambiente laboral es obligatorio para nuestra sección.

–No podemos dedicar tiempo a cosas así –Cato Isaksen pensó en los montones de documentos que estaban esperando en los despachos de todos los investigadores.

–Estoy de acuerdo –dijo Marian Dahle mientras se esforzaba por recoger su cabello negro azabache en una coleta–. ¿Me puedes pasar el termo, Randi?

Randi Johansen lo empujó hacia ella.

–El ambiente de trabajo es importante –dijo.

Unos meses atrás Marian la había acusado de querer evitar conflictos. Se había sentido profundamente herida, pero era cierto, le daba miedo parecer enfadada o ambiciosa.

Cato Isaksen volvió a notar ese pequeño dolor en la sien.

–Pero si estamos bien. El único problema puede ser tu perra, Marian. Tienes que dejar de traerla al trabajo.

Marian notó un pinchazo en el pecho.

–Pero si está abajo, en el coche.

–Nada de animales en esta sección –dijo Ingeborg Myklebust.

–No tiene ninguna importancia que de vez en cuando tenga a Birka en mi despacho. Casi siempre está en el coche. Siempre hay algún jodido amargado que quiere hacerles la vida imposible a los demás –murmuró Marian.

Ingeborg Myklebust suspiró mientras los miraba.

Cato Isaksen juntó los labios formando una delgada línea.

–Dejémonos de chorradas. Me he pasado las Navidades leyendo el informe sobre las graves carencias en la cobertura de la red digital para emergencias. Puede costarle a la policía entre cuatro y cinco mil millones de coronas subsanarlas. El sistema actual no es inmune a las escuchas. La dirección general que está a cargo de las comunicaciones para emergencias ha reconocido que es desastrosamente malo.

Marian apretó la goma que sujetaba su coleta.

–Estoy de acuerdo, Cato. Tal y como están las cosas, ahora mismo no podemos hacer el seguimiento de un asunto desde distintos lugares del país. Trabajamos como los antiguos cowboys. Es cierto que tenemos un sistema de comunicación por radio avanzado, pero hasta los empleados de Tráfico tienen pequeños ordenadores portátiles con los que fácilmente pueden buscar coches o personas mientras pasean por la ciudad, por ejemplo. Nosotros estamos muy rezagados. Si la gente supiera lo mal equipada que está la policía...

–Muchos taxistas llevan en sus coches tecnología mucho más avanzada que la nuestra –dijo Randi Johansen–. Tienen terminales portátiles que cubren varios servicios.

Ingeborg Myklebust suspiró y fijó su mirada en Marian.

–Por eso me gustaría mucho que dedicaras algo de tiempo a participar en un grupo de trabajo contra la delincuencia internacional. Creo que te va.

–No me interesa –dijo Marian Dahle–, he intentado varias veces tratar el tema de los casos antiguos archivados. Podemos conseguir...