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Viajes por el antiguo Imperio romano

of: Jorge García Sánchez

Nowtilus - Tombooktu, 2016

ISBN: 9788499677712 , 304 Pages

Format: ePUB

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Price: 8,99 EUR



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Viajes por el antiguo Imperio romano


 

Introducción
El mundo heredado por Roma


Un geógrafo griego universal, Estrabón de Amasia, que vivió el amanecer de la era marcada por el advenimiento del emperador Augusto, escribió una vez que, dondequiera que el hombre había descubierto los confines de la tierra, se encontraba el mar. Una introducción a un libro de viajes, independientemente del período de la Antigüedad abarcado, no puede eludir esta realidad. Si hablamos de comunicaciones, el siglo XIX consagró al altar del progreso el ferrocarril. El siglo XX trajo consigo la industria aeronáutica. Pero volviendo la vista atrás, el conocimiento del mundo, la percepción de los pobladores de hasta sus esquinas más recónditas, la guerra, el comercio, la circulación de ideas y de creencias se han llevado a cabo por los caminos del mar, y si nuestra referencia es la civilización clásica, esa vereda fue trazada por el Mediterráneo.

Las páginas de este volumen discuten, entre una miscelánea de argumentos, de qué manera y qué motivos incitaban a los romanos a arriesgar la piel alejándose de su patria; qué infraestructuras hoteleras existían entonces; los transportes al uso y las arterias terrestres y marítimas que tenían a su disposición, así como qué clase de mapas y de Periplos les informaban de las rutas a tomar. Pero para que los romanos reunieran las piezas fundamentales del rompecabezas geográfico de la ecúmene tuvieron que sucederse siglos de experimentación, en los que otros pueblos de emprendedores, apoyados en su curiosidad, en su codicia o en su potencia militar dibujaron con paciencia los contornos del orbe. La maestra de la noción latina del universo, al mismo tiempo que su antecesora histórica inmediata, fue desde luego la cultura griega, aunque a sus espaldas sedimentaban las experiencias de otras gentes pioneras. El motor que alimentaba sus expediciones lo constituía normalmente la obtención de materias primas. Cretenses –y después micénicos–, chipriotas y cananeos copaban el negocio del cobre y de las sustancias aromáticas en el Mediterráneo oriental de la Edad del Bronce, y Egipto constituía uno de sus ancladeros permanentes. En torno al año 1000 a. C., navegantes procedentes del Egeo y del Levante que perpetuaban las rutas abiertas por los marinos micénicos ya frecuentaban puertos del suroeste de la península ibérica, como el de Huelva. Después le llegaría el turno a las ciudades fenicias –Tiro, Biblos, Sidón…– de volcarse en el mercado internacional mediterráneo, dado que, rodeadas de los grandes imperios de Asiria y de Egipto, el mar conformaba su única alternativa, su salida natural. A partir del siglo X a. C., los mercaderes de las ciudades-estado fenicias, con un envidiable don de la ubicuidad, captaron recursos de regiones tan alejadas como Arabia y el Reino de Saba –inciensos, perfumes, piedras y metales preciosos, manufacturas exóticas– y las costas de nuestra Península. Mediante una red de colonias y de factorías, los nautas fenicios delimitaron a lo largo de un par de siglos sus áreas de influencia comercial en ambas orillas del Mediterráneo: Mozia en Sicilia, Cartago y Útica en Túnez, Nora y Tharros en Cerdeña, desde el 800 a. C. Málaga, Almuñécar, Toscanos, Adra, etc. en el litoral meridional de España (Cádiz supuestamente se habría fundado a finales del siglo XII a. C., pero la arqueología lo desmiente), Lixus y Mogador en el Atlántico marroquí, atravesadas las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), entonces de su paralelo tirio, Melkart. En la mentalidad de los griegos, con Homero a la cabeza, los fenicios pasaban por una turba de piratas sin honra y de secuestradores de muchachas, pero si se enrolaba a un hombre de mar competente había que buscarlo en un barco fenicio. Necao II (610-595 a. C.), faraón que tenía en mente grandes proyectos económicos con África y con la India –ordenó excavar un canal entre el Nilo y el mar Rojo para llevarlo adelante, aunque quedó inconcluso–, contó con una tripulación fenicia, en lugar de egipcia, a la hora de plantear la circunnavegación del continente negro. Los exploradores surcaron las aguas del mar Rojo, bordearon la costa africana, accedieron al Mediterráneo por las Columnas de Hércules y atracaron en Egipto, después de una travesía de tres años. El dato de que los marineros habían observado la posición del sol a su derecha, ya que navegaban por el hemisferio sur, otorga veracidad al relato, si bien a Heródoto, narrador de la aventura, le pareció un apunte fantástico que le restaba credibilidad.

A estas alturas habían hecho su aparición los auténticos colonizadores del Mediterráneo en la Antigüedad, los griegos, cuya expansión territorial abarcaba desde el mar Negro, Asia Menor y el país del Nilo hasta el noreste de España, donde en el 575 a. C. los focenses de otra colonia, Massalia (Marsella), instauraron el enclave de Emporion. La escasez de campos cultivables, las presiones, sean demográficas que político-sociales de las polis, el imperialismo persa y las oportunidades mercantiles impulsaron a las pentecónteras griegas a recorrer las pistas abiertas por los fenicios. En el siglo V a. C. los focos de población helena se percibían tan numerosos que Platón, en Fedón, ponía en boca de Sócrates la expresión de que los griegos habitaban alrededor de su mar, el Mediterráneo, de manera similar a hormigas y ranas en torno a un estanque. Los ciudadanos de las polis reflexionarían acerca de la naturaleza del hombre, las leyes filosóficas y los fundamentos del saber, pero al desembarcar en playas potencialmente hostiles actuaron como grupos de conquistadores mortíferos que no vacilaron en emplear las armas con el fin de expulsar a los pobladores nativos y apoderarse de sus tierras fértiles. Así sucedió en la Magna Grecia, en el establecimiento de Cumas (740 a. C.) sobre un villorrio itálico del golfo de Nápoles, en Reggio (730 a. C.) y en Locri (finales del s. VIII a. C.), al combatir a los sículos que cientos de años atrás no habían emigrado a Sicilia, o en Tarento (706 a. C.), colonia espartana que tampoco se anduvo por las ramas al apartar a los yapigios asentados en el sitio donde surgiría la ciudad. En el siglo V a. C., tarentinos y yapigios proseguían sus enfrentamientos. Como había escrito Platón, demasiadas ranas se agolpaban al borde de la charca mediterránea, así que los conflictos no tardaron en explotar entre los colonos griegos y los vecinos que albergaban idénticas aspiraciones expansionistas a las suyas. A principios del siglo VI Tiro fue apresada por los babilonios y en el 538 a. C. cayó ante la pujanza persa. Su antigua colonia, Cartago, se convirtió de pronto en la heredera de los protectorados púnicos de Occidente y reclamó su papel de potencia emergente. Sólo un año después, en el 537, se alió con los etruscos contra el enemigo común, los focenses, que asimismo arrojados por los persas de su patria, se instalaban ahora en masa en sus colonias del oeste, entre ellas Alalia (Córcega). Este súbito incremento de pobladores griegos amenazaba directamente los intereses etruscos y cartagineses en Córcega, Cerdeña y Sicilia, lo que desencadenó la contienda de las flotas en la batalla de Alalia. Su resultado, incierto para ambas armadas, frenó sin embargo la libertad de comercio de la que habían disfrutado hasta entonces los griegos, dando paso a un largo período de hegemonía cartaginesa en este margen del mundo.

Las proezas de colonos y exploradores aceleraron el crepúsculo de la época en que los dioses y los héroes poseían la prerrogativa de adentrarse en los espacios geográficos ignotos. Sólo un Jasón, capitaneando una embarcación tallada con el auxilio de la propia Atenea, podría cumplir con la misión de desvalijar a un rey de la piel mágica de un carnero en la Cólquide (hoy Georgia), una región casi legendaria a orillas del mar Negro. Quién sino un semidiós como Heracles/Hércules sería capaz de franquearle al Mediterráneo un desagüe hacia el océano, separando la cordillera que fusionaba África con Europa, hazaña acentuada por el héroe mediante la erección de una pareja de columnas, una en la cima del monte de Abyla y la otra sobre el monte Calpe. Ningún marino, salvo Ulises, sobreviviría a cíclopes, lestrigones y sirenas, al amor de deidades y ninfas ardientes, a la cólera de Poseidón, y aún le quedarían fuerzas para asesinar a decenas de pretendientes ansiosos por usurpar tanto su trono como su lecho matrimonial. Y sin embargo, por mucho que el poeta Hesíodo advirtiese del tormento de perecer asaltado en medio del oleaje, los griegos dotaron de corporeidad a la geografía mítica acometiendo la colonización del Ponto Euxino (el mar Negro), afrontando tormentas, corrientes engañosas, bestias desconocidas –las ballenas son un ejemplo– e indígenas belicosos armándose con el coraje de Ulises, y atravesando las Columnas de Hércules: primero de manera casual, como nos informa Heródoto al relatar el incidente del navegante Colaio de Samos, al que los vientos desviaron hasta el fabuloso reino de Tartessos y sus riquezas de plata; luego de manera intencionada, atreviéndose con la singladura atlántica.

En las casas nobiliarias romanas no faltaba la decoración relativa a obras teatrales y poemas épicos como la Ilíada y la Odisea. Ataque de los lestrigones a Ulises y sus compañeros, (s. I a. C.) Museos Vaticanos, Roma.

El canto XII...