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Historia e historiadores

of: Luis Felipe Valencia Tamayo

Punto de Vista, 2015

ISBN: 9788415930686 , 160 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 6,99 EUR



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Historia e historiadores


 

INTRODUCCIÓN

En el avance del presente siglo y del llamado nuevo milenio, asistimos a una de las más dinámicas situaciones en los estudios históricos. Entre las muchas características de lo que hoy la disciplina vive, se mantienen latentes la revisión del pasado y el examen constante de las obras clásicas y de las fuentes como premisas fundamentales con las cuales los historiadores se motivan a actuar en su disciplina. Hay por supuesto una suerte de intenciones que son difíciles de sondear a cabalidad, y aunque se parte del hecho de que se realiza un honesto trabajo, no es extraño que todavía se atribuyan a historiadores y a historias acusaciones que indican engaños, inexactitudes, faltas de claridad y, lo que puede sonar aún más pecaminoso, ausencia de objetividad. Como nunca antes, nuestra generación es testigo de encendidos debates en torno a la profesión del historiador, sus intenciones, sus presupuestos sociales y políticos, su raza, su sexo, lo que pretende defender y lo que oculta al decir ciertas cosas en lugar de otras. Revisar el pasado ahora, que es un lugar común de todos los amantes de la historia, es entrar en una palestra en la que se ponen de relieve situaciones, épocas y personajes que antes no tuvieron cabida y que se resistieron durante muchos años a la idea de que tenían un relato interesante que pudiera ser contado, una anécdota que favoreciera otras explicaciones de la realidad, en últimas, una versión de la historia que ofrecer. Y todo ello no hace más que invitar a nuevas reflexiones en torno al panorama de la disciplina; a su carácter influyente en la educación; a su forma de conectar con pueblos y héroes cada vez más lejanos pero, de todas maneras, vigentes como antepasados de la humanidad; a los intereses de quienes narran, y a las herramientas con las que estos se arman para emprender el camino de sus objetivos. Nos hemos alejado de la leyenda de la historia como un territorio en el que los debates se daban sobre asuntos que solo representaban banalidades porque la religión o la ciencia ya habían mostrado el verdadero camino de sus propósitos y hemos, no solo retornado, sino despertado a la verdadera problemática de unos estudios que, a pesar de radicales diferencias y, a la vez, amén de ellas, se han diversificado profundamente.

Las personas que hoy nos sentimos atraídas por la historia tenemos más de un lugar desde el cual presenciar el espectáculo. La palabra espectáculo, es cierto, no está lejos de caracterizar lo que la disciplina es en la actualidad. Son diversas y hasta contrarias las opiniones que pueden tenerse no solo del ejercicio del historiador sino también de la idea de la historia y, como cuestión de interés público y cultural, termina habiendo para todos los gustos. Lejos de los dictámenes clásicos, decimonónicos casi todos, acerca de los contenidos de las obras de historia, la disciplina vive hoy en la abundancia de las disparidades. En primer lugar, el libro y el manual han dejado de ser los únicos puentes que se tienden sobre el pasado. El cine, los documentales, los canales de la televisión por cable que asumen la historia como su agenda, Internet, revisan los acontecimientos y hasta los anecdotarios de las personalidades de acuerdo con otros métodos y bajo la sombra de cuantiosas inversiones en producción. Podemos documentarnos en torno a cualquier tema, como por ejemplo la historia de las frituras, las papas con sabor a pollo y las crispetas en los Estados Unidos, por medio de un ameno espacio televisivo de menos de una hora. Si a alguien le interesa, es seguro que otro puede hacer la investigación y sacarla en televisión. No es extraño que entre las series y miniseries, de lengua inglesa sobre todo, se nos narre una versión actualizada y cinematográfica del pasado de los pueblos y se caracterice para la posteridad una nueva fisonomía de los hombres y mujeres que mayor interés pueden despertarnos. Todo esto porque, muy amigable con la narración, la historia también puede ser un guion digno de resolverse en la trama de una película. 

En segundo lugar, como lo que el libro de historia y el manual dicen a los fanáticos de la disciplina no es nunca suficiente y contamos hoy con recursos apenas si soñados en otras épocas, vivimos el apogeo de las publicaciones periódicas, las revistas en la red, los reclamos y cuestionamientos en foros tanto eruditos como semiprofesionales. Respiramos, además, los vientos de un género literario como la novela histórica que trae novedosos y también interesantes vistazos sobre el pasado. Día a día se publican en el mundo una gran cantidad de obras que tienen lejanos tiempos como asunto, muchas ya no solo con el interés académico o profesional sobre la historia, sino también en tono familiar y entretenido, como las poco discretas presunciones de los novelistas en torno a la Edad Media y los hombres del Renacimiento. Ya no queda tiempo para leer todo lo que se dice y dirá sobre un tema cualquiera que nos intrigue. Alguien que se siente tentado a hacerlo tendrá que disponer de más vidas que un gato. La Historia, esa que Hegel y toda una generación de idealistas veneraban como territorio del Absoluto, está hoy expuesta en cientos de manifestaciones de diversa índole. Hegel hubiera dicho que ello era también una forma más del desenvolvimiento del Espíritu. Cabe librarnos anticipadamente del problema hegeliano porque no es nuestra intención hablar en tan engolados términos de la filosofía de la historia. Es preferible dejar la historia, con minúscula, como una disciplina que asume con gusto y cada día sus propias victorias y derrotas frente al pasado; puede tratarse de la derrota ideológica o espiritual, como se quiera, en contraste con las victorias que alimentan el interés de los historiadores por comprender a su manera una parcela de la humanidad y llevar sus investigaciones a un público no menos avezado. Aunque si logran o no librarse de ideologías, de tendencias o de intereses ya no propiamente profesionales es un asunto que debe examinarse con cuidado.

Se resalta, en todo caso, este hecho, porque aún en nuestras facultades de Filosofía se miran con más que simple frugalidad las reflexiones en torno a la historia. Como si el tiempo se hubiera detenido en las argumentaciones hegeliano-marxistas, los atisbos más incautos echados sobre la filosofía de la historia conllevan inmediatamente preguntas por el fin de la historia, el desenvolvimiento de las ideologías, el papel de las clases sociales, la lucha de clases, en fin, toda una sarta de conceptos que hacen presa a esta disciplina de unas ya poco reconocidas características particulares, rasgos que, aunque populares, solo ofrecen el pasado de la propia filosofía de la historia. Si así fueran las cosas, tendríamos la querida disciplina como un capítulo más —si no un peón— del idealismo hegeliano o del materialismo histórico marxista. Pero el paso del tiempo, el mismo desesperanzador desarrollo de la historia en las manos de quienes han sido heraldos de aquellas versiones de ella y el aumento de las reflexiones críticas han mostrado que el siglo XXI se inició con nuevas disposiciones mentales, conceptuales y argumentativas a la hora de hablar de la filosofía de la historia. A lo largo del siglo XX también algunos historiadores de izquierda despertaron a los reales debates en torno a la disciplina que les daba pábulo. E. P Thompson, E. Hobsbawm, son solo dos de los nombres más importantes que dieron un viro en la forma en que se actualizó la crítica radical en torno al papel de los historiadores y sus obras. Polémicos, como muchas de sus buenas obras, sus textos fomentaban un espíritu distinto en torno a las clásicas ideas de la filosofía de la historia. Con todos los retos que ha representado hacerlo en una época en la que los ideales se disipan y se recogen los testimonios de sus víctimas, aparecieron historiadores que respaldaron con la crítica, el debate y la reflexión una invocación de sus antiguos sueños.

Sin embargo, grandes obras del siglo XX que continuaron sosteniendo la idea de un plan en la historia, que reconocían un grupo de leyes que debía ser descubierto por los historiadores, fueron examinadas bajo la mirada supremamente crítica de las recientes generaciones de estudiosos. El Estudio de la historia, de Arnold Toynbee, y La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, obras mayores en la historiografía de principios del siglo XX y que se permitían el impulso de los trascendentales requisitos de los teóricos del siglo XIX, han sido llevadas al juicio de los nuevos historiadores. El telón ha caído, como la cortina, como el muro, y nuestras facultades gustan de mantenerlo puesto con irrefrenable ímpetu hablando solo de la filosofía de la historia de Hegel y la dialéctica marxista como las obras que mayor sustento han dado a las disquisiciones en torno a la disciplina hoy tan versátil. Mucha agua ha corrido bajo el puente y lo que se mostraba antes seco hay que verlo hoy mojado. Algunos pueden incluso sentir rabia, que no es más que el dolor del abandono, cuando se dice que mirando la historia no se ha descubierto ni su plan, ni sus leyes, ni aquel entramado que tan alentador fue en otras épocas. En otras palabras, no se ha visto la Historia, pero empezamos a reconocer la difícil tarea de tomar el aliento de las muchas historias que han aparecido alrededor de ella. Aunque confundidos con las presentes manifestaciones, después de notables vicisitudes, y ante las incertidumbres que despiertan las nuevas posibilidades de hablar del pasado, la desolación del gran relato, la gran Historia, nos ha dejado ver las múltiples formas que adopta todo lo que ha dejado de ser. ¿Quiere usted hablar ahora del progreso? Cree su historia....