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Viaje de Egeria - El primer relato de una viajera hispana

of: Egeria, Carlos Pascual

La Línea Del Horizonte Ediciones, 2017

ISBN: 9788415958628 , 157 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 6,99 EUR



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Viaje de Egeria - El primer relato de una viajera hispana


 

UN HALLAZGO COLOSAL


La historia de la que vamos a ocuparnos podría servir como argumento de suspense. Corría el año 1884 y un erudito italiano, Gian Francesco Gamurrini, rebuscaba y ponía un poco de orden entre polvorientos legajos y manuscritos de la Biblioteca della Confraternità dei Laici (o de Santa María), en Arezzo. Un códice atrajo especialmente su atención. Se trataba de unos pergaminos en latín, copiados en el siglo XI, en los cuales aparecían juntos –aunque escritos por distinta mano– dos textos que nada tenían que ver entre sí. El primero, eran fragmentos de San Hilario de Poitiers. El otro escrito resultaba más intrigante, pues era una curiosa relación de un viaje a Tierra Santa, escrito en época muy temprana, y por una mujer anónima que hablaba en primera persona.

Por lo que podía apreciarse a simple vista, en este segundo escrito faltaban bastantes hojas; muchas al principio, algunas al final, puede que alguna de por medio... Un examen reposado del hallazgo comenzó a arrojar las primeras luces. Se trataba de unas «notas de viaje» redactadas según un molde ya conocido, la peregrinatio o itinerarium, uno de los más tempranos géneros medievales, según la tipología clásica de Jean Richard. Lo curioso del caso es que las notas estaban redactadas en forma de misivas o cartas, hacia finales del siglo IV o comienzos del V.

Al parecer, la redactora escribía a unas lejanas dominae et sorores («señoras y hermanas») que habrían quedado muy lejos, en la patria común, a la cual ella confiaba en volver, según indicaba al final de su relato. La autora había realizado un largo periplo, desde «tierras extremas» hasta los lugares bíblicos, y describía estos a sus remotas destinatarias con una frescura y candor de lenguaje que cautivaban desde el primer momento: aquella era una obra singular.

Inmediatamente, Gamurrini se puso a hacer averiguaciones y a investigar más a fondo cómo y desde dónde habría llegado hasta Arezzo aquel códice. Por la forma de la escritura y la datación del mismo, se podía presumir que este había sido transcrito en el scriptorium de la célebre abadía benedictina de Montecasino; de hecho, parecía que ese mismo códice había servido al bibliotecario de dicha abadía, Pedro Diácono, para redactar el tratado o catálogo De locis sanctis hacia 1137. Hacia 1610, el abad Ambrosio Rastrellini lo habría llevado consigo desde Montecasino al monasterio de las santas Flora y Lucilla, en Arezzo, al hacerse cargo de este último; y de allí habría pasado a la Biblioteca della Confraternità al suprimirse, en 1810, 1a abadía aretina, filial de la de Montecasino.

Pero esto no resolvía las principales dudas. ¿Quién era aquella mujer cuyo relato había sido copiado en el siglo XI por la mano abnegada de algún monje? ¿En qué época exacta había llevado a cabo sus andanzas y las había puesto por escrito para que sus sorores pudieran ver a través de su mirada viajera los lugares más venerados de la cristiandad?

Al año siguiente de su hallazgo, el propio Gamurrini lanzaba las primeras hipótesis y ponía nombre a la anónima redactora: se trataría, según le pareció vislumbrar «en súbita iluminación», de Silvia de Aquitania (o Silvania), hermana del prefecto Flavio Rufino, en tiempos del emperador Teodosio, en los últimos años del siglo IV. Ese fue el nombre y autoría que aventuró en la edición príncipe del texto, en 1887, y también en la segunda edición, más cuidada, del año siguiente.

Pero ya en ese último año las dudas se tornaban cada vez más espesas para el propio Gamurrini. En 1903, el benedictino Dom Mario Férotin daba un golpe de timón definitivo: la autora no era Silvana o Silvania, sino una tal Etheria o Egeria, de la que se tenían confusas noticias. Concretamente, aparecía elogiada por su intrepidez viajera y su piedad en una carta escrita por el abad Valerio a unos monjes del Bierzo en el siglo VII; dicha carta había sido recogida por el padre Enrique Flórez en su monumental obra España Sagrada, un significativo fruto del enciclopedismo ilustrado del siglo XVIII.

Así que, según Férotin, la verdadera redactora de la hasta entonces conocida como Peregrinatio Silviae sería, en realidad, la hispana Etheria o Egeria. Más adelante veremos con algo de detalle cómo se fueron desbrozando hipótesis, y cómo se llegó a fijar la autoría del escrito hallado por Gamurrini —entretanto, en 1909, De Bruyne había encontrado otras hojas sueltas del mismo viaje entre los Manuscritos de Toledo de la Biblioteca Nacional de Madrid; hojas, por cierto, copiadas un par de siglos antes que las de Arezzo—. De momento, lo que nos interesa retener es que el hallazgo de Gamurrini sacaba de pronto a la luz a una mujer hispana como verdadera artífice de aquel relato.

La importancia de estas averiguaciones es evidente. Estaríamos, posiblemente, en presencia de la primera escritora española de nombre conocido cuya obra haya llegado a nuestras manos. Y su relato, el primer libro español de viajes. Porque, aunque fuera redactado con otros propósitos, concretamente desde la piedad religiosa, lo cierto es que el texto de Egeria constituye un auténtico diario de ruta, que anticipa en bastantes siglos lo que algunos exploradores medievales convertirían en género literario, y no digamos los viajeros románticos, mucho después. Incluso el vehículo formal de sus observaciones y anotaciones —la forma epistolar— es un molde adoptado por escritores viajeros de todas las épocas.

Con nuestra mentalidad actual, digerida la revolución copernicana, y con la sacudida de los descubrimientos actuales y el abismo sin fondo que ofrecen a nuestra imaginación de personas del siglo XXI, resulta difícil calibrar lo que supuso el viaje de Egeria. Un periplo que atravesó todo el orbe conocido —como se encargaría de glosar Valerio—; un viaje que solo se detuvo ante aquellos confines informes en los que el mundo civilizado se difuminaba en franjas oscuras, no sometidas a la disciplina romana, y anilladas hacia los límites del universo.

Nos cuesta, asimismo, imaginar el verdadero valor de las distancias, y de las fatigas para vencerlas, en aquel mundo del siglo IV, cuando el Imperio romano, por algunos rincones de su dilatada masa, comenzaba a fermentar y a corromperse, cercano a su total derrumbe. Pero no es el viaje en sí, por meritorio que se quiera, lo que da grandeza e importancia al relato de Egeria. Lo relevante es, sobre todo, el relato mismo. Lo notable es el paladar fino de viajera «de raza» que sabe detenerse en detalles, degustar el trajín, al margen de sus piadosos móviles, adelantarse en muchos siglos a la sensibilidad que llegaría después a cristalizar en sólido género literario.

El que, posiblemente, debamos considerar como primer clásico viajero español no es un torpe balbuceo, sino una obra fresca y espléndida que merece mayor justicia. Solo estudiosos y eruditos se han ocupado hasta ahora del manuscrito de Egeria. Pero su relato, por sí mismo y por lo que significa, merece ser conocido por el público en general, al menos por el público amante de la literatura viajera. Lo merece el relato y lo merece su autora. Porque la figura de Egeria tiene todos los ingredientes para encandilar a cualquier lector sensible: es una figura tan apasionada como apasionante.

UNA MONJA…DE LEYENDA


Cuando Gamurrini descubrió el códice de Arezzo, su primer desafío era sacar a la autora del anonimato. En un principio, como dijimos, Gamurrini creyó que podría tratarse de Silvia (o Silvania) de Aquitania, por las alusiones que se hacen al río Ródano y algunos modismos del latín empleado. Pero las dudas se hacían cada vez más consistentes; Silvia no era hermana de Flavio Rufino, como se había dicho, sino γυναικαδελφηυ, «hermana de su mujer», cuñada, y por tanto no necesariamente de Aquitania. Aquella atribución había sido generalmente aceptada por todos al principio. Un erudito francés, C. Kohler, aventuró que pudiera tratarse de Gala Placidia, hija del emperador Teodosio, pero las fechas no encajaban: cuando se pudo determinar con certeza la fecha del viaje, resultaba que para entonces Gala Placidia todavía no había nacido.

Otros autores hicieron diversas conjeturas: Geyer «tenía por cierto» que se trataba de una mujer francesa, aunque no Silvia; algunos incluso pensaron en una italiana, basándose en el lenguaje empleado. Fue, como dijimos, el benedictino francés Mario Férotin quien aclaró la autoría, siguiendo la pista del abad Valerio, aquel documento del siglo VII que ensalzaba la intrepidez viajera de la hispana Etheria o Egeria1.

Ese era un segundo problema a resolver: el nombre correcto de la autora. Porque entre la carta de Valerio —que transcribe varias grafías— y noticias sueltas de catálogos o listas, el surtido de variantes era abultado: Aetheria, Etheria, Heteria, Egeria, Eucheria, Echeria... Para no cansar, digamos que al principio se aceptó ampliamente el nombre de Etheria —que vendría a significar algo así como «Celeste»— y se desechaba el de Egeria, porque era el nombre de una ninfa romana cantada por Ovidio y Virgilio, entre otros; es decir, era un nombre de sabor pagano. Pero otros estudiosos pusieron de relieve que entre los cristianos de la época era común usar nombres...