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Españoles, Franco ha muerto

of: Justo Serna

Punto de Vista, 2016

ISBN: 9788415930747 , 165 Pages

Format: ePUB

Copy protection: DRM

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Price: 6,99 EUR



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Españoles, Franco ha muerto


 

Introducción

El tiempo entre conjuras

La transición a la democracia en España es un proceso histórico que debemos examinar. No es preciso santificar o sacralizar lo que nuestros antepasados hicieron. Incluso nosotros, hoy en día, emprendemos acciones bien intencionadas que serán objeto de chanza o vilipendio por nuestros nietos. Ya los veo: ah, estos ancianos de 2015 parecían muertos de miedo. De hecho, cualquier cosa en la que se aventuraban era patéticamente cobarde. ¿Cobarde? ¿Cobardes?

A nuestros nietos sólo les pediremos, si es que estamos en condiciones de solicitar algo, un poquito de compasión, simpatía por los viejos diablos (sympathy for the devil) que cargaron con la maldad de los otros, con la perfidia de un régimen inicuo, la dictadura, el franquismo; y con un error frecuente en el que incurrimos: las cosas se pueden pactar, convenir. Llegaremos a un punto insatisfactorio, pero ese lastre podremos sobrellevarlo con honra. Algunos reprochan a las izquierdas y a la socialdemocracia sus abdicaciones y sus fantasías. No está mal. Deberían aplicárselo en primera instancia: muchos fueron novísimos maoístas de pro, cosa que no censuro; y otros fueron después bolivarianos, partidarios de Hugo Chávez.

Los jovencitos de la Transición pudimos errar con porfía, con obstinación, con mala fe incluso, en 1978 o en 2015, pero nuestra intención no era ciertamente angelical. Por favor que no nos tomen por tontos y por tantos. Nuestra actitud era mundana, sublunar. No aguardábamos la salvación. Nos conformamos con sobrevivir brava, llanamente, a y en un país equiparable a los del entorno, estados que estaban librando la Guerra Fría, naciones que respiraban malamente, con estertores: con conspiraciones, conjuras y fabulaciones sin cuento.

Podemos debatir sobre el principio de la Transición (1973 o 1975); podemos discutir sobre su final (1978 o 1982), sobre el curso de los acontecimientos, sobre el sentido que les damos. Ahora, eso sí: frente al revisionismo desnortado que hoy tanto abunda, fruto frecuente de la ignorancia o de la hostilidad, el historiador ha de observar los devenires ya pasados con gran cautela. Un historiador no es un archivero (profesión y facultativos a los que debemos casi todo).

Un historiador busca el sentido de hechos que no parecían tener conexión. Examina datos brutos que no nos satisfacen: es más, datos brutos que muy frecuentemente nos avergüenzan. Nacimos en un país lleno de cargas y de defectos, de servidumbres de paso. La ventaja de los llorones es que siempre pueden reprochar a otro el mal infligido. A nosotros, los peatones españoles, no nos queda más que caminar para llegar a una meta aceptable, nada egregia, y eso: española, qué quieren. Poca cosa.

Los investigadores miran los hechos principales de los que queda vestigio, en este caso los protagonistas de la democracia de 1978 (cuando se aprobó una Constitución que no nos avergonzaba)..., y algo aún más importante: los historiadores ponen el significado en el contexto en que las acciones humanas tienen lugar. No es ninguna broma. Es la tarea fundamental del analista.

Evaluar, aprobar o condenar fuera de contexto nos deja efectivamente ignorantes de la complejidad de las decisiones y realizaciones. Pero también nos impide averiguar lo que los propios protagonistas desconocían. La transición democrática española fue, por supuesto, una meta compartida desigualmente por numerosos agentes, por individuos de procedencias muy diversas. Ahora bien, el resultado no es exactamente el previsto.

Ni su motor fue el miedo, como indica alguien aventurándose con mucha arrogancia. La transición democrática no fue una cosa generacional, un compadreo, como algunos abuelos o jovencísimos reprochan. Fue una obra de gran finura, teniendo en cuenta la calidad de los recursos, la fatiga de los materiales para una arquitectura tan frágil y la inocencia de los recién llegados. Detrás estaba la CIA, claro. Eso se dice como cargo o reproche. Conclusión: no somos capaces de nada si no nos asisten los Servicios Secretos de Estados Unidos, de Francia, de Alemania y de Marruecos. No me pregunten por qué, por qué somos tan faltos, cortos, escuetos. Yo viví creyendo que el MI5 y el MI6 eran cosa de ficción. ¿Es entonces su existencia fruto de la conspiración?

La vida no es conjura. Que hay conspiraciones está fuera de toda duda; que algunos se basan en el orden secreto de lo obvio, en la palabra sagazmente interpretada, también. Conozco protagonistas de la Transición que quedaron apenados y apeados: para ellos todo es mano negra y rencor. Imaginemos que sea cierto.

Estar en el ojo del huracán, como nos recordaba Umberto Eco en una de sus novelas, Número cero (2015), no es estar en lo peor. Estar en el ojo del huracán no significa estar en la zona convulsa. Puedes estar en Waterloo y sólo percibir detonaciones, pólvora y polvo. Como el Frabrizio del Dongo ideado por Stendhal para La cartuja de Parma (1839). Pero el ojo del huracán es zona tranquila e inerte frente a lo que queremos pensar.

De ello se infiere que quienes están al borde del abismo, quienes creen saber qué ocurre más allá, no siempre son conocedores de las consecuencias de sus acciones. En sociología a esto se le llama efectos de composición. Así los denominó Raymond Boudon en su libro La lógica de lo social (1981). Es feote el sintagma. También se le ha denominado consecuencia inintencional de la acción o efecto perverso. Karl Popper se extendió sobre ello.

¿Perverso? Al emplear dicha expresión no hay juicio moral. Simplemente con estas designaciones se alude a los procesos históricos cuyos resultados se desconocen o al menos cuyos derroteros concretos se ignoran porque se improvisan en parte o porque las acciones conjuntas de los actores se refuerzan o se niegan mutuamente.

Con todas sus carencias, la transición democrática española no se explica a partir de una teoría de conjura o conspiración de agentes sabedores: lo que no significa, por otra parte, que no hubiera conspiradores muy concienzudos o de pacotilla. Hay más. Los sujetos históricos obran con escasos datos y se dicen o analizan las cosas conforme van sucediendo, conforme los hechos acontecen. Eso significa que, de entrada, nosotros ahora sabemos más que los protagonistas. Ellos disponían de planes y metas. Nosotros tenemos o disfrutamos o padecemos las consecuencias. Pero tampoco nosotros estamos al final del proceso: no podemos elevarnos para verlo todo con claridad. Échenle un vistazo a los hechos y admitan sin soberbia lo incierto de lo que vemos o creemos vislumbrar. Ése es el principio que rige la buena conducta de todo historiador.

Y, sin embargo, la Transición tiene en estos momentos mala prensa. ¿Qué puedo decir hablando con esa cautela que me impongo? La transición a la democracia en España recibe hoy toda clase de desprecios. ¿Por qué razón? Durante años, las élites políticas y académicas valoraban muy positivamente el curso de los acontecimientos, la prudencia de quienes hicieron posible el advenimiento del sistema de libertades. Hay, sin embargo, una idea reciente o relativamente reciente que desmiente el juicio positivo. La sostienen quienes tienen un concepto peyorativo de lo que se hizo y de los resultados. ¿Y a qué se debe este giro tan brusco?

Primeramente, es probable que quienes hicieron el encomio de la Transición hablando de ésta como modélica, prácticamente ideal, hayan favorecido su autorretrato generacional y la reacción contrariada de aquellos que hoy les va mal, aquellos que tienen mal acomodo en una sociedad y en una política en crisis. Pero no hace falta estar pasando penalidades para denostar lo hecho tras la muerte de Francisco Franco: hay una izquierda joven o no tan joven que concibe la Transición como una derrota de sus mayores, como una entrega ante la presión del franquismo y de lo que se llamaba y aún se llama los «poderes fácticos».

La libertad o el bienestar, a la postre, sólo serían el beneficio de unos pocos. El resto tendría que someterse, plegarse a los dictados o criterios de quienes cuentan económica y políticamente. Si ahora no nos agrada el curso de las cosas, eso se debería a la dejación de quienes capitanearon el proceso: éstas son las consecuencias, vendría a decirse. Además, aquellos pactos, acuerdos, compromisos habrían sido transacciones ruinosas. Entre el sistema y la oposición a Franco se habría librado un juego de suma cero. No hay convenios posibles: lo que tú ganas, yo lo pierdo; lo que los ex franquistas lograron (no ser sometidos a la justicia reparadora), fue una pérdida absoluta para quienes eran o encarnaban a las víctimas de la dictadura.

Por tanto, la Transición tendría que condenarse por haber sido una dejación culpable de la izquierda, de la izquierda moderada. Así, Santiago Carrillo, el líder comunista, habría sido un inteligente táctico y un pésimo estratega. Hablaremos de Carrillo, pero no es ahora la cuestión. El asunto es que: o bien todo estaba pactado y controlado por Estados Unidos; o bien éramos tan tontos, pero tan sumamente tontos..., que los pérfidos franquistas se habrían aprovechado con malicia manifiesta. En realidad, el pacto constitucional –esto es, la Carta Magna de 1978– habría sido la última gran batalla de Franco tras su muerte. En aquel momento se acepta la principal imposición del Caudillo:...