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España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX

of: Juan Granados

Punto de Vista, 2013

ISBN: 9788415930037 , 210 Pages

Format: ePUB

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España, la crisis del Antiguo Régimen y el siglo XIX


 

Capítulo II
La difícil construcción del estado liberal, 1833-1898

1. El modelo español de revolución burguesa

Hoy en día pocos son los historiadores que niegan la existencia de una revolución liberal en España. Los más defienden la realidad de un complicado pero cierto tránsito del Antiguo Régimen hacia el Estado liberal a través de las profundas modificaciones jurídicas experimentadas a lo largo del primer tercio de siglo. La abolición de los señoríos, la libertad de imprenta, la desamortización y el mismo régimen constitucional de 1837 son realidades que hablan bien a las claras del imparable proceso de quiebra de los últimos resabios señoriales y del acceso de la burguesía al poder. Que a menudo la ley resultase ser papel mojado o se aplicase muy parcialmente es una cuestión diferente, como también lo es el hecho de que las conquistas legales burguesas, pese a modificar intensamente las relaciones de producción, no consiguieran para España la paralela Revolución Industrial y, por lo tanto, el triunfo del modo de producción plenamente capitalista.

Probablemente no lo consiguieron por la instalación casi permanente desde 1841 —excepto en los paréntesis revolucionarios de 1854-1856 y 1868-1874—de la burguesía moderada en el poder, aliada de los grandes latifundistas y con la monarquía y los militares como árbitros. Todos ellos temerosos de la revuelta campesina, democrática y en el fondo revolucionaria. De esta manera, las clases más desfavorecidas fueron las sacrificadas en nuestra revolución, cosa, por otra parte, no tan diferente de lo sucedido en el contexto europeo. Así lo recordaba el diputado carlista Aparisi a los miembros del Congreso en 1855: “Sed auténticos parlamentarios o terminad la farsa. Las leyes desamortizadoras expoliaron no solamente a la Iglesia sino también al pobre en beneficio de la casta de los Quinientos. Recordad que enseñasteis al pueblo que es soberano, pero habéis olvidado al pobre en la revolución para que se enriquezcan unos cuantos. Ahora Proudhon, hacha en mano, aguarda para caer sobre el edificio social.”

2. La España isabelina y la revolución liberal

La minoría de Isabel II: la Primera Guerra Carlista (1833-1840)

El descontento del pretendiente Don Carlos con la resolución del problema sucesorio a favor de la infanta Isabel, su sobrina, y el pacto tácito de la regente María Cristina con los liberales aparecen como las causas últimas del primero y más importante de los tres principales conflictos bélicos que recibieron ese nombre (Guerra Carlista). Naturalmente, no se dirimía aquí tan sólo un problema de herencias entre vástagos de la realeza sino cuestiones más profundas en las que tenían cabida los desencuentros de todo tipo. Así, el conflicto carlista agrupó tensiones sociales heterogéneas de muy diverso orden, por una parte, Don Carlos reunió en torno suyo a los partidarios del más recalcitrante absolutismo clerical, defensores a ultranza de la unión del Trono y del Altar, bajo el lema tradicionalista de Dios, Patria y Rey, por definición enemigos de cualquier gobierno liberal por moderado que fuera, pero también a una parte nada despreciable de la población de los territorios forales y de los que aspiraban a serlo, con instituciones tradicionales y privilegios propios (Cataluña, País Vasco y Navarra), temerosa de que la tendencia a la unificación legal de los gobiernos liberales pudiese lesionar sus intereses. Es también, como se recuerda a menudo, un conflicto que enfrenta al campo con la ciudad, las filas carlistas están llenas de campesinos propietarios y pequeños títulos identificados con la manera tradicional de entender las cosas, siempre recelosos de cualquier cambio impuesto por foráneos. En definitiva, la consagración, en palabras premonitorias de Juan Van-Halen, de dos Españas, enemigas una de la otra.

Con estos complejos y preocupantes condicionantes ideológicos, la guerra se inició sin frentes definidos, que nunca tuvo, con la aparición de las primeras partidas carlistas en el otoño de 1833. Desde el principio el centro de gravedad del conflicto se circunscribió a los territorios forales del País Vasco y Navarra, extendiéndose más adelante al alto Aragón y a los territorios catalanes, en especial por el Maestrazgo. En otros lugares, como en Galicia, proliferaron las guerrillas, sin grandes concentraciones de tropas. En realidad fue una guerra localizada y de pocos medios materiales, por lo tanto mucho menos destructora que la de Independencia. Esta “guerra lánguida”, como la definió un contemporáneo, comenzó bien para el bando carlista gracias a la tarea de Tomás de Zumalacárregui al frente del ejército desde enero de 1834, que consiguió asegurar para los suyos el dominio de una amplia zona del norte peninsular. Sin embargo, las tropas de Don Carlos no pudieron ganar para la causa ninguna ciudad importante, incluso la incipiente administración del pretendiente tenía la capital en la pequeña villa de Oñate, motivo por el cual se decidió el sitio de Bilbao, donde murió Zumalacárregui, que fue finalmente un fracaso. De esta manera, los carlistas vieron reducida la mayor parte de su actividad al medio rural, si exceptuamos algunos episodios como el de la temporal conquista de Córdoba por la, cuando menos, extravagante expedición del general Miguel Gómez.

Entre tanto, el gobierno de la regente María Cristina trabajó intensamente para conseguir el apoyo internacional que, teniendo en cuenta los presupuestos ideológicos del bando carlista, no le costó mucho obtener de Francia y, gracias a la gestión del activo Juan Álvarez Mendizábal, de Gran Bretaña, firmando todos junto con Portugal el tratado de constitución de la Cuádruple Alianza, que consolidó aun más el aislamiento de Do Carlos y, por contra, fortaleció la opción liberal para España. Tanto es así que la misma Gran Bretaña permitió el envío a la Península de contingentes de voluntarios, irlandeses en su mayor parte, para luchar en el bando cristino.

Puestas así las cosas, hacia 1836 los carlistas vieron perfectamente que no eran capaces de superar las barreras de sus reductos norteños. Por eso, en un último intento de encontrar adeptos y extender la guerra a otras regiones iniciaron las conocidas expediciones que de una manera un tanto errática y absurda recurrieron gran parte del territorio español. Las más conocidas fueron la ya citada de Gómez, que tan pronto conquistaba una plaza como perdía la anterior, sin caer nunca derrotado pero sin consolidar nada, partiendo de Amurrio, recorrió la cornisa cantábrica hasta Galicia para dirigirse luego a Andalucía, rematando la expedición en diciembre de 1836, tan desnudo de plazas consolidadas como había comenzado; y la expedición real de 1837, tan zigzagueante como la primera, que llegó a las mismas puertas de Madrid para después retirarse sin una razón clara. Se habla incluso de un intento de reconciliación dinástica en este momento propiciando algunos sectores moderados de los contendientes el casamiento de Isabel II con el primogénito de Don Carlos, el conde de Montemolín. Pero esta “vía intermedia” no llegó a fructificar y, tal vez por la cercanía de las tropas de Espartero arrinconadas en Segovia o incluso por no fiarse del recibimiento que la población civil podría hacerle, el pretendiente optó por la retirada.

La orden de repliegue tan cerca de la capital supuso el definitivo deterioro de la moral carlista que ya no se recuperó pese a las actividades exitosas del general Ramón Cabrera en el Maestrazgo y a que Rafael Maroto se mantenía firme en el norte. Esta falta de fe en el futuro propició que Baldomero Espartero convenciera a este último, antiguo camarada suyo de armas en el Perú de la necesidad de una paz negociada, hecha efectivo con un escenográfico abrazo que tuvo lugar el 29 de agosto de 1839 en la localidad guipuzcoana de Vergara. Por el Convenio allí firmado, los carlistas entregaron sus armas sobre la base de una amnistía amplia, el reconocimiento de los empleos y grados de los oficiales del ejército carlista que optaran por reconocer a Isabel II, y la conservación de los fueros vascos y navarros (sancionados posteriormente por la Ley de 29 de octubre de 1839). Con el exilio de Don Carlos a Francia y la huida hacia el mismo país de Cabrera en 1840 terminaba el conflicto bélico, pero de ninguna manera la “cuestión carlista” que, de una u otra manera, y, como siempre, agrupando ideologías diversas, pervivió a lo largo de toda la historia profunda de la España contemporánea, algo que tendremos ocasión de comprobar.

La formulación del Estado liberal y sus limitaciones (1833-1837)

Como ya conocemos, la muerte de Fernando VII había dejado el gobierno en manos de su viuda María Cristina en tanto durase la minoría de edad de su hija Isabel II. Es sabido que el talante de la reina gobernadora, como fue llamada, estaba más cerca del despotismo ilustrado que de los presupuestos liberales. Sin embargo, la necesidad perentoria de apoyos frente a la carlistada obligó a la monarquía borbónica a iniciar el tránsito desde el absolutismo moderado hacia el liberalismo burgués imperante en Europa. Y el primer valladar estaba en su misma casa al presidir el gobierno Cea Bermúdez, último primer ministro de Fernando VII, intransigente con los liberales y partidario de un despotismo ilustrado que mantuviese el orden tradicional entre la Iglesia y el Estado. Se hacía evidente para todos los partidarios de la regente la necesidad de un cambio hacia presupuestos más liberales a través de un pacto constitucional por moderado que fuera. En el...